Como suele ser habitual en este tipo de productos, el origen del queso brie se pierde en la leyenda, aunque parece ser que ya estaba presente en tiempos de la conquista romana de la Galia. Sin embargo, para encontrar las primeras referencias al brie tal y como lo conocemos, tenemos que remontarnos a la Edad Media, poco antes del año 1000.
Un dato curioso sobre el brie aparece ya en el siglo XIX, cuando se convierte en el aperitivo favorito de los diplomáticos europeos durante el Congreso de Viena, llegando a obtener el título de rey de los quesos, denominación que sus productores siguen usando hoy en día.
En la actualidad, el queso brie se produce, en su mayor parte, en la zona francesa de la Brie, de donde toma su nombre, y se extiende por gran parte de la Île de France. De manera tradicional, se usa leche de vaca cruda, aunque muchos productores ya usan leche pasteurizada.

El moho blanco que recubre el queso, y que le da ese toque tan característico en el paladar, es el Penicillim candida, y se desarrolla durante el periodo de curación. El color del queso es blanco y pálido, con una textura cremosa, pero firme, y un sabor suave, con contrastes que se acentúan a medida que envejece.
Existen dos denominaciones de origen ortodoxas, las de Meaux y Melun, aunque se produce brie en muchos lugares del mundo, no solo en Francia. También han aparecido variaciones a la receta tradicional, que incluyen hierbas u otros tipos de leche.
En cuanto a su impacto gastronómico, el brie es uno de los quesos más consumidos. Se puede comer solo, acompañado de pan o una mermelada, pero también es normal verlo aparecer como ingrediente en ensaladas, cremas de verdura, pizzas, pasta, bocadillos… Su textura y cremosidad le ha valido un lugar excepcional en muchos platos aprovechando su delicado fundido.