La mozzarella. Su propio nombre ya nos despierta ganas de comer. Es un queso que ha traspasado las fronteras de Italia para estar presente en la cocina de todo el mundo. Pero no siempre fue así, ya que, durante cientos de años, su receta tradicional hizo muy difícil el transporte y comercialización del queso lejos de sus lugares de producción.
No estamos hablando de un queso moderno. Podemos rastrear su origen a la zona de Caserta y Salerno hasta llegar a tiempos de Roma, ya que Plinio el Viejo nos habla de sus primeras versiones. En la época medieval, ya en el siglo XII, encontramos más indicios de su existencia, hasta que, ya en el siglo XVI, aparece con su nombre por primera vez en un recetario.
Sin embargo, la elaboración de la mozzarella sufre un cambio con la llegada de los búfalos a Italia. Hasta entonces, se elaboraba con leche de vaca u oveja, pero la leche de búfala, con su cremosidad especial, se ganó el corazón de los italianos.

Su elaboración se inicia como el resto de quesos, separando el suero de la leche con el cuajo hasta obtener la cuajada, que se corta en cubos antes de cocerse en agua caliente a 60 grados. El resultado es una masa elástica que se estira y pliega hasta obtener la forma de bola que todos conocemos. Para su conservación se sumerge en una salmuera suave que, además, aporta el punto de sal correcto al queso.
Antaño, este proceso de estirar la masa de queso y formar las bolas de mozzarella se hacía a mano, y era muy laborioso. Hoy día se utilizan máquinas para este proceso, además de controlar mejor el proceso bacteriano para conseguir un sabor homogéneo en la producción.
La mozzarella destaca por su cremosidad, sabor suave y facilidad para fundirse, por lo que es un ingrediente clave en la mayoría de las pizzas o paninis. Pero no solo se sirve caliente, sino que es indispensable en ensaladas como la caprese, que consiste, sin artificios de ninguna clase, en mozzarella, tomate cortado, albahaca y un buen chorro de aceite de oliva. Italia condensada en un pequeño plato.