La mostaza no se puede entender sin la ciudad francesa de Dijon y el pueblo dijonais no se puede entender sin la dedicación de gran parte de su población a la elaboración de la mostaza desde tiempos inmemoriales.
Atribuida a los romanos, quienes la mezclaban un zumo de uva sin fermentar con semillas de mostaza para crear el mustum ardens, la añadían a otros caldos para elaborar vinos especiados o lo empleaban en la elaboración de queso para condimentarlo, pero es en la Edad Media cuando la especia toma auge, aparece en cuasi todas las grandes recetas de la gastronomía europea de la época, surgen la palabra que empleamos hoy en día para denominarla y ciudades como Cremona, en Italia, o Dijon, en Francia, se convierten en grandes productoras internacionales.
Es en esta última villa francesa, capital histórica del antiguo Ducado de Borgoña, donde la producción perdura a lo largo de los años convirtiéndose la mostaza en toda una institución rozando el final de la Edad Media y llega hasta nuestros días con unas características particulares, empezadas a definir en las postrimerías del siglo XIV y especialmente durante el siglo XVII, que hacen de la mostaza de Dijon una mostaza única.
Y una de las empresas que ha sabido mantener a lo largo de la historia la herencia de tantas generaciones ha sido Fallot. Fundada en 1840 por Léon Bouley como fábrica de mostazas y molino de aceite, la pequeña sociedad se hizo un hueco entre los moutardiers más reputados de la Borgoña desde bien temprano y en pleno siglo XX con Edmond Fallot sosteniendo las riendas, y pese a las dificultades de la Segunda Guerra Mundial, logró el impulso definitivo posicionando productos como la Moutarde de Dijon Fallot entre los más reconocidos en su categoría a nivel mundial.
Y es que una mostaza al estilo tradicional, con una elaboración artesanal y más de un siglo y medio de historia a sus espaldas no es poca cosa. Un sabor, aroma y color únicos logrados por una molienda de las mejores semillas de mostaza de la región en un molino de piedra, de aquellos que Léon Bouley puso a mediados del XIX, y una receta única que las combina con el agraz, un jugo que se obtiene de las uvas sin madurar.
El resultado de todo ello no puede ser más excelente; la combinación de la Moutarde de Dijon Fallot con carnes, por poner solamente un ejemplo, tampoco.