Nos encantan las bellas historias vinculadas, casi umbilicalmente, a personajes capaces de cambiar, por su propio impulso, el rumbo de un destino. Raymond Berthillon es uno de ellos. Caminar por las calle embellecidas de la Ile Saint-Louis parisina y gritar al aire el nombre de Berthillon provocará que de numerosas heladerías asomen cabezas distintas y respondan: ¿preguntaba por mí? Un apellido que simboliza la leyenda de los mejores helados en París. Con él comenzó todo.

Vengan a los años cincuenta y entren en un bistró local, La Bourgogne, apartado en esta área entre aguas, en un tiempo todavía ajeno a hordas turísticas, más un recoveco de un París que nunca se acaba. Raymond Berthillon es un veinteañero hacendoso que auxilia a su madre -acabada de enviudar- en el negocio. Apenas consiguen darle lustre, desapercibidos por completo entre la vecindad. En cambio los rumores, que siembran precedentes, se suceden en torno a ellos Pronto los cuchicheos alcanzan el entorno gastronómico de la ciudad. Dos críticos en la materia, Henri Gault y Christian Millau -ya apuntando lo que terminarían siendo: principales divulgadores de la nouvelle cuisine- entran al bistró con una expectativa a las espaldas: ¿es verdad todo eso que se dice sobre los helados de este pequeño lugar?

Gault y Millau salen sobrecogidos. Cómo demonios este hombre flemático, de cara colorada y rictus poco entusiasta, consigue bordar los helados con esta delicadeza impactante, debieron haber mascullado. Incluyen una reseña en la primera edición de su guía. “La asombrosa heladería escondida en un bistró de la Ile Saint-Louis”, escriben. La leyenda acababa de hacerse oficial. El secreto a voces recibe certificación. Los mejores helados de París son los de aquel tipo que poco a poco irá perdiendo su nombre para ser sólo un apellido: Berthillon, una marca indicativa de la calidad suprema en los helados.

Y la fama. Las colas. El éxito. Las ventas dispradas. Los sesenta crearon al personaje que, por otra parte, seguía comportándose como un heladero raso, artesano devoto de su oficio, poco dado a dejarse embaucar por la moda pasajera a pesar de que que le llamaran el Stradivari de los helados. Recuerdan en el libro Remembrance of Things Paris: Sixty Years of Writing from Gourmet las palabras del cocinero Escoffier definiendo la importancia de los helados porque “cuando están bien preparados son la consumación de todo lo que es delicado y bueno”. Berthillon consumaba aquella máxima en cada uno de sus helados. Fresa, vainilla, regaliz, foie gras (!), lavanda… Así hasta setenta sabores adquiriendo complejidad en el ‘laboratorio’ de un bistró que había dejado de serlo, reemplazando las habitaciones anexas para dedicarlas a un único cometido: hacer helados, helados y helados.

Se acabó (casi) el viaje en el tiempo. Berthillon es de aquellos pioneros que supo convertir un oficio, el de heladero, relegado en la jerarquía, en una tarea capital. Su método riguroso explica algunas cosas. Cada madrugada durante buena parte de su vida se levantaba alrededor de las 4.30 horas, recibía leche fresca, crema y huevos de Normandía y visitaba el mercado al por mayor de Les Halles. A partir de ahí, de los mejores productos frescos del día, elaboraba buena parte de sus sugerencias. Trataba su producto, el helado, como el mejor de los cocineros gestiona su carta. Cada helado un impacto.
Una anécdota define su personalidad mejor que cualquier torrente de palabras. Berthillon se marchaba de vacaciones el 14 de julio, Día de la Bastilla. Junto a su familia escapaba dos meses de vacaciones y no volvía a abrir hasta septiembre. Pero señor Berthillon, ¿por qué deja de vender helados cuando más calor hace en París? Su respuesta era definitiva: “No me interesan las personas que vienen con el calor, lo que me gusta es que vengan cuando nieva porque eso significa que quieren disfrutar de mis helados y no sólo refrescarse”.

En verano ya sí se puede probar un Berthillon. Su apellido es una marca extendida por más de setenta sucursales. El legado lo mantuvo su yerno Bernard y su nieto Lionel. Él murió el año pasado. Sus helados ya no guardan el aura de antaño, pero la leyenda sigue extiéndose por toda la Ile Saint-Louis. Cada que vez que se pide uno de ellos es necesario recordar al viejo Raymond y probarlo no solo como un refresco sino como una delicada delicia.