Todo aquel interesado en la gastronomía japonesa o que busca alternativas vegetarianas para incorporar a su dieta tiene en el miso un ingrediente tan delicioso como nutritivo. Su origen se remonta a hace miles de años, tanto en China como en Japón, y en principio obtuvo una gran fama como parte de la medicina natural. Era un alimento dedicado a las élites, muy apreciado por nobles y samuráis. Sin embargo, desde principios del siglo XX, el miso se convirtió en un ingrediente muy popular.
Pero, ¿qué es el miso? Es una pasta cuya base está hecha de semillas de soja fermentadas con sal marina, algo que se consigue al añadir a la mezcla el hongo koji. En ocasiones se puede usar otro tipo de cereales como la cebada o el arroz. El miso sin mezclar, sólo de soja, es el hatcho miso.

Para que lo podamos reconocer a simple vista, el miso rojo lleva cereales y soja, el amarillo cebada y el blanco, arroz. Si es negro, es que sólo lleva soja. Cada uno tiene un sabor e intensidad diferentes. Si bien en sus inicios era una pasta muy perecedera, hoy en día no es raro encontrarla preparada de manera industrial con una larga duración, o incluso liofilizada.
El uso más habitual del miso es para hacer sopa. Se lleva a ebullición el agua, se le añade algún ingrediente extra -lo más habitual es usar tofu y alga wakame-, y finalmente se introduce la pasta de miso, siempre al final del proceso para que se disuelva sin hervir. De esa manera mantiene sus propiedades depurativas.

Y es que el miso conserva ese halo de alimento prodigioso que le hizo famoso entre la corte japonesa: ayuda a la eliminación de toxinas y suele ser recomendado en muchas dietas détox. Además, posee calcio, hierro o fósforo y vitamina B12. También se toma para agilizar la digestión.