Historia de dos ciudades

Artículo de Jorge Guitián
La historia está formada de infinidad de otras pequeñas historias que, al sumarse, dan forma a esa gran visión de conjunto que todos conocemos. La historia de la gastronomía no es una excepción, así que si queremos conocerla en detalle necesitamos entender que esa gran visión general está compuesta de pequeñas historias gastronómicas regionales y locales igualmente importantes.
Por Jorge Guitián
19 de junio de 2020

Tendemos a entender la historia como un todo, como un bloque, sin darnos cuenta de que, en realidad, se parece más a un hojaldre. No existe una historia europea como tal, en primer lugar porque el concepto de Europa es algo que ha ido cambiando a lo largo del tiempo. Y también porque esa historia va desarrollándose en relación con otras historias con las que se entrelaza: la historia de Europa no existe sin la historia de los mongoles y las tribus de las estepas, sin todo lo que significó Tierra Santa o sin África.

La historia no es un cajón cerrado sino, más bien, un contenido que nos empeñamos en meter en un cajón pero que, queramos o no, se derrama por los bordes y por las grietas mezclándose con el contenido de otras cajas vecinas en las que hemos metido otros contenidos que hemos querido delimitar.

Pero, además de por esto, la historia de Europa, por seguir con el ejemplo, no existe si no entendemos que está formada por la suma de las historias de Francia, de Italia, de Reino Unido, etc. o de los territorios que había antes de que esas realidades nacionales existiesen.

Y cada una de ellas, a su vez, está compuesta por la historia de Toscana o del Véneto, de Yorkshire o de Aquitania que, por su parte, están compuestas por la suma de las historias de Florencia, Volterra, York, Scarborough, Burdeos o Saint Émilion que, de la misma manera, en un desarrollo casi fractal es la historia de sus barrios, de sus parroquias, de sus familias y así sucesivamente.

Con la gastronomía ocurre otro tanto. Me juego públicamente 100€ que irán al primero que sea capaz de decirme qué es la gastronomía española: dónde empieza, dónde acaba y por qué está compuesta; dónde situamos exactamente el límite. Y que lo haga con una definición sin fisuras o excepciones, claro. Queda el reto por escrito.

La mayoría de quienes lean este texto serán probablemente de fuera de Galicia. En su cabeza la gastronomía gallega y su historia son una cosa, seguramente rural, seguramente marinera, seguramente con mucho marisco. Díselo a alguien de la montaña ourensana, cuyos padres quizás no vieron nunca el mar. O dímelo a mí, de familia urbana y criado en Vigo.

La cocina gallega que tenéis en la cabeza seguramente no es la que yo viví. Y no porque no sea aproximadamente cierta sino porque sólo está contemplando un par de capas de ese milhojas. Alguien tiene que escribir aún la historia de las freidurías de Vigo y de las empanadillas de sus tabernas; alguien tiene que contar cómo muchos emigrantes retornaron para abrir casas de comidas que se llaman Zurich, Chaussy o Bariloche. O como las ciudades se llenaron de pizzerías italo-argentinas. Es decir, de cómo la cultura gastronómica de mis vecinos está marcada por ser gallega, sí, pero también por ser emigrante y sobre todo por ser urbana.

La historia de la cocina en Galicia está formada por el desarrollo de los acontecimientos en su costa, en su montaña y en sus ciudades; por la emigración, por las comunidades sefardíes, gitanas o caboverdianas; por los ferroviarios castellanos, por los italianos y portugueses con los que convivimos cuando estuvimos en Suiza, en Londres o en Bélgica; por los aguadores de Lisboa, los freidores gaditanos (o cadiceños, por usar el término que aquí les aplicábamos), los comerciantes catalanes instalados en las rías. Por los suevos que llegaron del norte y los musulmanes que llegaron del sur.

Y lo mismo ocurre con mi ciudad que, en gastronomía como en todos los demás aspectos, es, en realidad, al menos dos ciudades distintas.

Santiago estuvo definida históricamente por sus murallas. O por la relación entre lo que había dentro de éstas y lo que quedaba fuera. En el interior arzobispos, cardenales, nobles y príncipes en peregrinación, familias adineradas, representantes de la corona y, más adelante, banqueros y grandes comerciantes.

Extramuros se extendía la otra Compostela. Los herreros tenían sus fraguas en el barrio de A Trisca, los curtidores trabajaban y se instalaban a orillas del Sar o del arroyo de Belvís; las lavanderas y sus familias tendían a concentrarse en Santa Isabel y San Lorenzo, cerca del río Sarela, mientras en la zona de Sar abundaban los panaderos. Conxo, O Castiñeiriño y Santa Marta eran zonas de pequeños agricultores.

La Compostela murallas adentro comía pan blanco, pan de harina de trigo traída de Castilla, inaccesible para los de la periferia; cazaba en el coto de los Condes de Altamira que hoy es el parque de la Alameda. Sus conventos gastaban cantidades importantes de almendra y azúcar y es en ellos en los que nació la tarta de Santiago.

A menos de un kilómetro el pan era moreno o de harinas de trigo más bastas y más flojas; los dulces, escasos, seguramente se elaboraban con harina, miel y a veces una sobra de pan duro. El cerdo o el ternero que se criaban se sacrificaban para ser vendidos y en casa quedaban, con suerte, las vísceras y las partes menos nobles.

Eso hace que la historia gastronómica de mi ciudad, de las dos Compostelas, comparta casas de comidas históricas como El Asesino, que se llamaba así por su afición a matar y desplumar gallinas sentado en la puerta del local, o el comedor del Hotel Suizo con la de platos humildes surgidos de la necesidad.

Nuestro recetario es el de la tarta de Santiago y los dulces conventuales. Y junto a ellas las uñas (manitas de cerdo) de las fiestas del barrio de San Lázaro, que suelen consumirse con bretóns, los rebrotes tiernos de repollos o de las berzas que come el ganado. Es el recetario que incluye a la cabra guisada de Conxo. Los cabritos, mucho más suaves, se comían puertas adentro.

La cocina de la ciudad es la de las empanadas cuyo relleno se alargaba con huevo cocido en las romerías de hace un siglo, la del jarrete estofado porque los lomos y los solomillos se consumían en los grandes pazos urbanos. Es la de las rosquillas de yema glaseadas de la centenaria confitería Las Colonias o la de los bombones de nuez de La Mora, pero también la de las masolas, elaboradas con harina y tocino, que todavía se conservan en los valles vecinos. O la de las filloas: harina, huevo y agua. Es la de los salmones y lampreas del Ulla, pero también la de los escalos, pequeños y llenos de espinas, que pescaba en el Tambre quien no podía permitirse otra cosa.

Santiago es la ciudad de los mariscos frescos y los pimientos llegados de Padrón que venían al mercado en la primera línea de tren que se construyó en Galicia y la de los grelos o los quesos que llegaron del interior con las primeras líneas de autobuses a partir de los años 20. Es la de las empanadas de lomo y las fuentes de carne asada en unos barrios y el hígado encebollado o los callos, de lo poco del animal que podía quedarse en casa, en otros.

Y en medio, en la barrera, estratégicamente situadas para atender a los estudiantes intramuros y a los feriantes del exterior, las tabernas. Ahí, a un paso de las puertas, se celebraba la feria de ganado, una de las más importantes de Galicia. Y ahí es donde los taberneros más avispados empezaron a ofrecer, junto con la cunca de vino, una degustación de sus platos del día. Quizás un poco de caldo, quizás unos rixóns –la poca carne que quedaba al fundir los cortes más pobres del cerdo, cocinada por su propia grasa en el proceso. Tal vez una patata cocida en un guiso de ternera. La carne, por supuesto, se reservaba para quien pudiera pagarla.

Así aguantaban el día los visitantes con menos recursos, así se decidían a comer en un sitio o en otros aquellos que podían pagarse un plato. Y así nacía la costumbre de la tapa de cortesía que mi ciudad todavía mantiene.

Esas dos historias gastronómicas, la de las tertulias de Valle Inclán o de Álvaro Cunqueiro en aquellos cafés de techos altísimos y ventanas asomadas a las calles estratégicas y la de los merenderos en A Pontepedriña o en A Rocha en los que pasaban la tarde cuadrillas enteras de amigos alrededor de una gaseosa y una empanada, se entrecruzan en lo que podemos definir como la gran historia de la cocina compostelana.

Esta, a su vez, es una más de tantas que se suman en la historia de la gastronomía y la alimentación en el sur de la provincia de A Coruña que, por su parte, junto con otras da forma a la historia gastronómica gallega.

Eso es lo realmente atractivo. No hay una historia de la cocina gallega porque no hay una cocina gallega sino miles. Y no hay una cocina gallega, como no hay una cocina compostelana, porque no hay una Galicia o una Compostela sino varias. La gastronomía es, precisamente, el placer de entender que un plato, una cocina o una ciudad es, en realidad, una sucesión de capas. Y es, sobre todo, el placer de irlas levantando, una a una, con cuidado, para ver qué esconden, sabiendo que siempre habrá debajo otra capa más que levantar.