Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio

Artículo de Jorge Guitián
Las tecnologías de la comunicación han abierto posibilidades que hace pocas décadas no habríamos ni imaginado. Sin embargo, un cuarto de siglo después de su aparición como fenómeno masivo, empezamos a ver que tienen un lado más oscuro en el que tampoco habíamos pensado.
Por Jorge Guitián
23 de febrero de 2023

Los que tenemos edad suficiente para haber visto la eclosión de Internet hemos pasado, en cierta medida, del entusiasmo al desencanto. Las posibilidades que abría una herramienta como esta a finales de los años 90 parecían infinitas. Y además de infinitas, todas buenas. La gran biblioteca de Alejandría, la Enciclopedia, todo el saber humano en tus manos. Las opciones de hacer cosas eran inabarcables.

Pero, como ocurre siempre, dale una herramienta nueva al ser humano y encontrará la forma de hacer alguna estupidez con ella. Recuerdo a alguien, allá por final del siglo pasado, que en el asunto de sus correos electrónicos a colegas de profesión ponía siempre "grandes tetas", pensando en la secretaria que le gestionase el correo al receptor o en la pareja con la que se compartía dirección de email, que era algo que por entonces se hacía. Luego, en el cuerpo del mensaje hablaba de lo que tuviera que hablar: un informe técnico, una opinión profesional, una consulta… Eran otros tiempos, evidentemente, pero sin saberlo, aquella persona estaba indicando cuál iba a ser la tendencia.

Pasadas un par de décadas hemos llegado a un punto en que toda aquella información está ahí, pero ha ido quedando enterrada bajo muchas, muchísimas capas de contenido que, en el mejor de los casos, es superfluo. Hablando de lo nuestro: es muy sencillo saber cuándo es el día de la croqueta, cuáles son los 10 mejores sitios —la duda está en saber según quién— para tomar croquetas en Madrid, los sabores más sorprendentes de croquetas o la anécdota, falsa, por supuesto, sobre cómo el rey Sisebuto VI de Prusia se atragantó con una croqueta cuando visitó la Venta El Nabo.

Ahora, intenta encontrar alguna información contrastada sobre la croqueta, su origen o su historia y verás.

Estoy preparando un viaje. Y una de las cosas que estoy haciendo es buscar información gastronómica sobre el destino. Da igual que busque en español, en gallego, en inglés o en el idioma que sea; no importa el orden de las palabras clave y que las vaya cambiando por otras que puedan tener que ver más o menos con lo que me interesa. Da igual, porque no encuentro información.

Encuentro rankings de los mejores bares de esa ciudad según Tripadvisor, refritos copiados unos de otros en los que me vuelven a contar la misma historia absurda, el mismo dato irrelevante y la misma pista de ese sitio que solamente los nativos conocen que no sirven absolutamente para nada: la historia es falsa, el dato seguramente también y, vamos a ver, si ese sitio secreto aparece en inglés en los primeros resultados que arroja Google, cómo quieres que te lo diga, tan secreto no va a ser.

Y, sin embargo, encontrar información fiable sobre qué debería probar allí es realmente complicado. O sobre dónde probarlo. Y, no, no me refiero al lugar para el turista del norte de Europa que se baja del crucero y tiene 2 horas para empaparse de la ciudad, al ranking de los 5 sitios más fotogénicos donde tomar la especialidad en cuestión o a la terraza en la que lo piden los famosos locales. Pido, simplemente, un poco de información de contexto, algo que me permita orientarme y encontrar la realidad que está ahí, debajo de toda la morralla.

Encuentro información sobre tours organizados, sobre agencias que me organizan la escapada de jornada completa o de medio día, encuentro listados de los restaurantes reconocidos por las guías. Alguien debería decirles, quizás, que gracias, pero que esa información ya está en las guías. Por encontrar, encuentro hasta información sobre un curso de cocina japonesa en la ciudad, que está a más de 10.000 km de Japón. Lo que busco debe estar ahí, en algún lugar, pero de momento sigo excavando sin llegar a encontrarlo.

Si esto me ocurre a mí, que trabajo escribiendo sobre gastronomía y sobre viajes desde hace más de 15 años, que sé dónde buscar (y, sobre todo, dónde no hacerlo), no quiero ni pensar en qué le puede ocurrir a quien sea de otro gremio y pretenda, simplemente, organizar su viaje con toda la candidez y toda la buena fe, pensando en comer algo razonablemente local y razonablemente apetecible en un lugar razonablemente auténtico.

En este mismo medio en el que escribo estamos publicando esta temporada una historia del periodismo gastronómico en España. Algunos de los datos que aparecen en ella, no lo digo por echarnos flores, no aparecen en ningún otro sitio en la red, en relación con la historia de la gastronomía. O no hemos sido capaces de dar con ellos. Hemos tenido que ir a rebuscar en libros, en bibliotecas y en hemeroteca. Algo no está bien cuando eso sigue ocurriendo a estas alturas.

Estoy escribiendo un libro sobre empanadas gallegas. Hay especialidades que he visto, que he probado o de las que me han hablado que no existen en Internet. Si puedo encontrar todo tipo de rankings sobre los restaurantes de cocina asiática más interesantes de Galicia, la verdadera historia de la tarta de Santiago (que, por otro lado, no es verdadera, pero el corta-y-pega es lo que tiene y a ver quién convence a nadie, a estas alturas de la película de que no es así, cuando Google se empeña en decir lo contrario) pero no puedo acceder a esa información, está claro que las cosas no han ido por donde pensamos en su momento y que aquello de la biblioteca de Alejandría se quedó en agua de borrajas.

Son solamente algunos ejemplos de cómo la herramienta más potente que tenemos para gestionar el conocimiento, en este caso el conocimiento gastronómico, ha ido transitando por vericuetos que no eran los que teníamos previstos para ella, de la posibilidad a la nada, en muchos casos.

Por eso es importante generar información veraz y contrastada, huir de la dictadura del posicionamiento (es fácil decirlo cuando eres el que escribe, pero no el que paga las cuentas, lo sé) y publicar datos, nombres, fechas, historias, lugares, platos, menús, recetas, anécdotas; recopilar antiguas noticias de prensa, el contenido de libros descatalogados, hablar con la gente mayor, grabarla, transcribirlo; hacer fotos de esas cosas que, si no fotografiamos ahora, nadie fotografiará ya nunca; contar las historia de la segunda fila. Y de la tercera. Si no lo hacemos, dejarán de existir.

Pero hay algo aún más importante: no añadir polución. No enrarecer más, no intoxicar. No colaborar en que la montaña de conocimiento inútil que entierra tantas veces aquello que debería ser accesible siga creciendo. Hay que oponerse a la nota de prensa innecesaria, a la información redundante, a la noticia carente de cualquier interés; no es necesario que vayamos todos a la vez a probar el mismo menú y lo contemos 34 veces, plato por plato, en 34 medios distintos, porque no sólo no está aportando nada sino que, en realidad, está restando.

Con frecuencia se habla de Ferran Adrià y de su importancia para la historia de la cocina. Pero en la mayoría de los casos no se habla de la que, para mí, es su verdadera aportación trascendental. No son los platos, la concepción del menú o de la experiencia en el restaurante; no son los cocineros que pasaron por elBulli y ahora trabajan en cualquier parte del mundo. La verdadera revolución adriática fue la del conocimiento: catalogar cada receta, cada boceto, cada pieza de menaje; cada libro que entró en la biblioteca del restaurante, cada revista en la que se habló de ellos. Guardarlo y sistematizarlo.

Una parte muy importante de esa información está disponible online: los platos, con foto y descripción, organizados por categorías y por años; los colaboradores que bautizan como "los bullinianos". Tengo la esperanza de que en algún momento sea accesible en red también el resto de ese material inmenso que recopilaron durante más de 30 años. Porque esa es la única forma de que no se pierda, pero al mismo tiempo es la única manera de contrarrestar el peso aplastante de la información basura.

El caso de elBulli es un ejemplo que, como historiador, agradezco, pero lamentablemente es una excepción. Mañana nos despertaremos y nos enteraremos de que es el día del bacalao con pasas o, yo que sé, de la penca de acelga amarilla, pero intentaremos saber cómo era el menú de 2011 de un restaurante triestrellado y será imposible. Podremos organizar nuestro curso de cocina asiática en una pequeña capital de provincia del sur de Italia, pero seguiremos sin saber en qué horno de barrio de aquella ciudad podemos comprar la especialidad local sin caer en una trampa para turistas.

No sé si tiene arreglo, a estas alturas, pero para empezar a pensar en que quizás pueda tenerlo sería importante no generar más ruido de fondo, aprender a callar, dar valor a las fuentes que realmente lo tienen, reconocer de alguna manera a los medios que apuestan por la calidad y por la información contrastada. Y, como escritores, hacer nuestro aquel verso de El Último de la Fila que adaptaba un proverbio árabe y que estoy tentado de escribir a brochazos rojos en la pared que hay detrás del monitor de mi ordenador: si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir.