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No me comas la Cabeza
Autor
Albert Molins
28 de diciembre de 2021

El discurso del chef

Con demasiada frecuencia los cocineros se sienten obligados a vestir su coquinaria con los ropajes del discurso, cuando ni lo tienen ni lo necesitan. Después todo son lloros.
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Hace unas semana Jorge Guitián escribía acerca de la mítica historia de éxito que se ha construido alrededor de la gastronomía española de los últimos veinticinco años. Más que historia, una narrativa en la que el éxito es el tema y el eje conductor del relato. Así, se explica a sí misma esta Arcadia feliz, utópica y -como decía Jorge- irreal en la que se ha convertido, de puertas hacia fuera, la cocina española en el último cuarto de siglo.

Evidentemente, la realidad es terca y muy distinta, y como él mismo contaba, existen los fracasos, los sinsabores. Es más, estoy convencido de que muchos de estos cocineros que tanto se alaban los unos a los otros públicamente, en privado no se soportan y se acuchillarían si se encontraran, una noche aciaga, en un callejón oscuro. Ya ven. Tampoco creo que descubra nada nuevo, pero ni esa pretendida gran hermandad es cierta.

Todo resulta en una gran fachada que los cocineros se ven obligados a mantener contra viento y marea, a la que yo añadiría -si me lo permiten- la imperiosa necesidad que sienten muchos de nuestros chefs de tener un discurso. Sí, el maldito discurso.

No hace mucho un famoso cocinero decía que «las recetas a veces son mucho más poderosas que el origen de los productos». A este tipo de sandeces me refiero. ¿Desde cuándo la receta -la que sea y de quien sea- va por delante del producto? ¿En qué universo paralelo una receta no parte de ingredientes?

Es aquel viejo acertijo de qué fue antes, el huevo o la gallina. Ya les digo yo que el huevo. Eso ya lo resolvió hace más de dos mil años Aristóteles cuando se enfrentó al problema del movimiento y dijo que como la potencia precedía al acto, necesariamente y puesto que el huevo es una gallina en potencia, este tenía que ser anterior. Pues aplíquense el cuento y verán que los ingredientes van por delante y que sin ellos, no existe receta alguna. Es filosóficamente y físicamente imposible.

Pero claro es que nuestros cocineros además de ser lo más de lo más tienen que parecer inteligentes. Y no digo que no lo sean, al contrario. Pero si aceptamos que lo son, entonces, ¿qué necesidad tienen además de parecerlo y cagarla de esta manera?

Pues muy fácil porque se sienten obligados a ello. Les obligamos, mejor dicho. ¿En cuántas críticas y comentarios han leído ustedes elogios hacia el discurso de tal o cual chef, eh? Pues como yo. A cascoporro.

Y que quede claro que cuando hablo de discurso, no me refiero a todo aquello que, de una manera u otra, está estrechamente relacionado con su cocina. Eso está bien y es hasta deseable. Aunque el propósito de una cocina sea ser comida y no explicada, que el cocinero que la perpetra sea capaz de dar cuatro pinceladas convincentes sobre la misma no es el problema.

Lo terrible sucede cuando ese mismo cocinero se lanza a una disertación imposible sobre los fundamentos de su propuesta -otra palabreja que ya tal- y se hace el miembro un lío para terminar cayendo en el mayor de los ridículos. Hay que hacer una cocina con discurso. No basta con simplemente cocinar de puta madre. Además tiene que estar aderezada con una teoría que ni la Fenomenología del espíritu de Hegel.

En este sentido, alguna de las preciosistas producciones sobre cocineros y restaurantes, como The chef’s table en Netflix, han hecho -me temo- mucho daño. Y la rutilante aparición de El Bulli en la Documenta de Kassel, en 2007, creo que se puede establecer como el inicio de todo. En cualquier caso, estaría bien que alguien se dedicara a estudiarlo. Yo solo lanzo la piedra.

Luego están los discursos de moda y los discursos comodín. Si no sabes muy bien que inventarte puedes recurrir a uno de ellos como la sostenibilidad -ahora no hay cocinero que no hable de otra cosa- o al de la proximidad, por poner dos ejemplos.

Eso sí, sin duda, el discurso dominante durante todos estos años ha sido el de la creatividad. Y claro, el problema de los discursos es que tú puedes hablar paja, pero si después lo que me pones en el plato no se corresponde con lo que me cuentas, pues Houston tenemos un problema. Y no sé yo si un pintalabios de Bloody Mary, por decir algo, es una muestra de creatividad o te estás directamente riendo de mi. Claro que por suerte están los lameculos de siempre que todo les parece bien y que lo compran todo. Alá pues. Hasta la semana que viene.

Autor
Albert Molins

Como desde 1969. Soy periodista porque siempre quise contar historias, después, como todo el mundo, hago lo que puedo. Me interesa qué comemos y por qué comemos lo que comemos. Los perdedores, los soñadores, los locos y los apasionados, siempre en mi equipo.

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