Vidas de santos

Artículo de Jorge Guitián
La filosofía emprendedora insiste en que para tener éxito es necesario haber fracasado antes. Sea esto verdad o no, lo que sí que parece verdad es que, empeñados en el relato del triunfo permanente, tendemos a ocultar los desaciertos, dando forma a una historia edulcorada que es un riesgo innegable.
Por Jorge Guitián
09 de diciembre de 2021

En la gastronomía española llevamos décadas construyendo un relato de éxito en bucle, una historia de trayectorias sin una equivocación, de carreras fulgurantes hacia la gloria, tan bonito como parcial. Escribimos una historia edulcorada en la que todo fluye hacia una meta, en la que no hay dudas, frustraciones, meteduras de pata, socios que salen rana ni decisiones equivocadas.

Lo hacemos, supongo, pensando que contar la verdad, los batacazos que en algunos casos antecedieron al éxito, sería algún tipo de ataque. Y no, no lo es. Puede serlo, si ponemos la mala leche suficiente en el empeño, pero si contamos que la carrera literaria de Herman Melville no fue un éxito durante la vida del escritor no estamos haciendo un ataque ni a su figura ni a su obra. Estamos, si acaso, criticando la escasez de miras del público de la época, la mala suerte del autor o, simplemente, contando lo que pasó, que ya vendrá otro a analizarlo.

Porque no hacerlo supone contar la mitad de la historia. Y cuando en gastronomía contamos solamente los éxitos, estamos contando una ficción de vino y rosas, de fiesta permanente y dinero que fluye como los ríos de Babilonia (entra Boney M. de fondo) que no solo no responde a la realidad sino que es un auténtico peligro.

Lo es para los jóvenes que se asoman al gremio y que, llamados por la sucesión inabarcable de éxitos, se quieren sumar a la fiesta. La pena es que cuando finalmente le vean la cara a la realidad hay ciertas posibilidades de que no entiendan nada. Porque eso no es lo que les habían contado. Y si, por desgracia, su iniciativa llega a fracasar, el sentimiento de derrota y de vergüenza será aún mayor. No entenderán por qué ellos no pudieron y los demás sí y seguramente tratarán de esconderlo, haciendo de ese modo que la gran bola de nieve siga creciendo.

Es un peligro, también, para cocineros e inversores que, llamados por esa riada de éxitos, decidan invertir quizás más dinero del que sería recomendable porque, total, aquí nadie se la pega. Lo es, en definitiva, porque el mundo no es así, por mucho que Netflix esté lleno de documentales sobre cocineros que, como en las películas de Bruce Willis en los 90, se empeñan en contar que da igual que seas un tipo del montón: si te empeñas, tú también puedes triunfar, patear a los malos y quedarte con la chica. Porque, en el fondo, por lo que se ve, seguimos teniendo 13 años.

Pero del mismo modo que no me gustan las hagiografías y pienso que para vidas de santos ya tenemos las Escrituras, creo que tampoco es necesario hacer escarnio público. Soy tan poco de beatificar como de linchamientos en la plaza del pueblo. Llamadme soso.

Creo que lo ideal sería poner un cierto sosiego y un poco de distancia, que con la pasión que aplicamos a idolatrar, o a odiar cuando creemos que corresponde, la cosa parece más una canción de David Bisbal que la narración de hechos reales y corremos el peligro de que se nos salte un botón del pecho de la camisa con la emoción del relato histórico.

Hay restaurantes que cierran. Ya está, ya nos hemos quitado ese tabú del medio, ya podemos seguir. Hay inversiones que salen mal. Y no pasa nada. Más allá de lo que pasa, obviamente. Hay pérdidas y suele haber disgustos, que a nadie le sienta bien equivocarse. Pero ya está. No es un ataque, no se muere nadie (al menos no debería) y la vida sigue. Y quizás si hablásemos un poco más de la cuestión evitaríamos que pasara más.

Si se hablase de ello, si se informase de ello, si pudiéramos debatir sobre el tema sin que nadie se sintiese insultado, tal vez algunos de los que, emocionados por el triunfo generalizado, emprenden aventuras no siempre realistas se lo pensarían un poco más. Quizás, también, si extendiésemos la sensación - tristemente real- de que hay opciones de fracasar, algunos negocios se calcularían mejor antes de ponerse en marcha.

Nos evitaríamos, tal vez, segundas marcas que no funcionan, inversiones millonarias en restaurantes que en caso de no ser un éxito permanente van a lastrar de por vida a sus promotores. Evitaríamos, quizás, sonoros batacazos, que se dan aunque no los contemos, en plazas que, por muy bien que suenen en nuestras cabezas -Londres, Nueva York, Los Angeles- a lo mejor no conocemos suficientemente bien.

Puede que, incluso, en algunos casos, nos pensásemos dos veces lo de asociarnos con el primero que entra por la puerta con el dinero en la mano y prometiendo unos beneficios con los que ni habíamos soñado, aunque luego, al tercer mes de pérdidas, nos deje ahí, con el muerto a cuestas. Normalmente es alguien con mucho más dinero que tú al que, si la jugada sale mal, el golpe le va a hacer menos daño que a ti, que te quedarás tocado y tratando de mantener la cara de poker.

No se trata, insisto, de crucificar a nadie, por seguir con el tono bíblico. Pero entre eso y poner como ejemplo de emprendimiento a gente que lleva más de media docena de revolcones gordos a sus espaldas, tiene que haber un término medio.

La historia es otra cosa. O debería serlo. Debería ser la crónica de unos hechos y el intento de explicar sus causas. Y si no va a ser así, si vamos a renunciar a cualquier apariencia de rigor, démosle, al menos un poco de color, algo de épica: “Descansaba Paul Bocuse, el de la barba vellida, el de las anchas espaldas, los cabellos en flor, antes de meterse un día más en cocina a reinventarlo todo…” y ya, desde ahí, adelante sin miedo. Ya puestos a hacer ficción, hagámosla sin complejos, qué demonios.