La Salita, o cómo se desencadenaron las casualidades a merced de una mujer que recién estrenada la mayoría de edad ya era empresaria, a cargo de expendedurías de pan que madrugaban y trasnochaban un poquito más que la competencia. Siempre un poquito más. Ella, Begoña Rodrigo, salida de un pueblo de extrarradio de Valencia, balsa de aceite hasta que a los 14 debe asumir la potestad de la familia mano a mano con mamá. Rebeldía inclemente ante los pazguatos que al verla al frente de sus negocios le asestaron un: "¿puedes llamar a tu jefa?". La jefa soy yo. Ni un centímetro de concesiones, demonios. Y quiso más, siempre un poquito más.

Begoña Rodrigo se marchó a Holanda a descubrir un mundo del que no tenía constancia. Desplegó las alas y viajó con los ahorros amasados a destinos lejanos, donde acostumbrarse a nuevos gustos. Se curtió en los desayunos de hoteles rimbombantes que acabó conquistando tras episodios de frenesí (como cuando se quemó la cocina y tomó las riendas del servicio inventándose la cena). Pero quiso más, siempre un poquito más. Y a punto de viajar a Londres, por una casualidad de última hora, conoció a su hombre, Jorne, un holandés rebautizado como 'el guiri' que desde entonces, y aunque no lo intuyeran, iba a ser su confidente y un anfitrión definitivo a cargo de La Salita.

La primera vez que vi a Begoña Rodrigo fue frente al mar, su lugar hábitat, la dirección a la que mira cada mañana desde su búnker playero, por donde se sumerge en busca de colores y peces desconocidos, la única ocasión en la que se evade de los fogones. El otro lugar capital es La Salita, el fortín, desde hace una década punto de culto para begoñistas, que la vieron evolucionar en vivo y en directo, como un show privado donde ella ofrecía una entrega visceral y los comensales lo agradecían con arrobas de fidelidad.
Ls Salita está en un barrio de Valencia donde no abundan los grandes restaurantes, por donde crecieron los edificios cuando gran parte del entorno era huerta; las fincas adquirieron complexión de isla. Una área difícil para populizarse. Y aunque Rodrigo llegó hasta La Salita de carambola (se quería ir a Australia, pero se quedó un poco más para echarle una mano a su hermana en su local de tapas), la jugada terminó saliendo tan bien que ha seguido jugando como local allí mucho más tiempo del previsto.

Todo saltó por los aires cuando Begoña Rodrigo acudió a un concurso televisivo y lo ganó. Las cosas iban a cambiar para mejor. El respaldo del público fue en aumento. Las posibilidades de la cocinera se incrementaron exponencialmente. Las reglas, en cambio, no se movieron ni un ápice: menú cerrado, cambiando constantemente, a cuya creación Rodrigo (que contesta personalmente incluso a los comentarios en TripAdvisor) dedica buena parte su energía. Siempre un poquito más.

Soplan buenos vientos a este lado. Cuando aparece el 'carrito de las chuches' (aperitivos sobre ruedas) a modo de aviso, el espectáculo visual estará a punto de desatarse. Una ensalada caesar con "piti" de Caleya en salazón, tal que una corona, tal que una constelación. Podrá llegar la brandada de bacalao y guisantes para enmarcar en verde la jornada. El all i pebre de anguila ahumada, conexión directa con las aguas locales. Aquel arroz de placton. La terrina de conejo o la posibilidad de un ciervo atronador. Begoña Rodrigo, tan directa como libre. Al fin, un viaje para la memoria a través de uno de los menús más competitivos de la ciudad. Elegancia que apabulla.
Podría creerse que La Salita es el puerto de llegada, el resultado de una dedicación trabajada en la fragua. Pero, recuerden, con Begoña Rodrigo siempre hay que esperar más, un poco más.
La Salita
Calle Séneca, 12 (esquina calle Yecla) 46021 Valencia
963817516
lasalitarestaurante.com
De mercado, Creativa
45€-65€