Recetarios e identidades

Artículo de Jorge Guitián
La imagen que nos hacemos de una cultura gastronómica cuando nos limitamos a un tipo de fuente para su análisis tiende a ser sesgada e incompleta. Los recetarios manuscritos nos ayudan a conocer otras facetas de esta manifestación creativa.
Por Jorge Guitián
17 de septiembre de 2020

Hace ya unos años que Carmen Alcaraz y Ana Vega (compañera en esta cabecera la primera y amigas ambas ya ni sé desde cuándo) pusieron en marcha un proyecto que, con el paso del tiempo, ha ido sumando apoyos. La suya es una de esas raras iniciativas que insuflan aire fresco al sector, que abren nuevos campos y que demuestran –porque a veces se nos olvida- que escribir sobre gastronomía es algo más que escribir crónicas de visitas a restaurantes.

Este texto es, de alguna manera, un reconocimiento a gente como ellas, que se apartan de las modas para escarbar en el sustrato de nuestra cultura gastronómica, que exploran las raíces y que hacen una escritura gastronómica culta, que entiende este fenómeno como parte de un todo cultural. Es también un homenaje a gente como Ángel Arcay, historiador que lleva años trabajando alrededor de un recetario conservado durante décadas en un archivo gallego sin que nadie le prestase especial atención. Un recetario que, por suerte, será editado pronto.

Gracias a ellos y a muchos otros que se zambullen en legajos de archivo, que recorren las aldeas con la grabadora en la mano o que entrevistan a cocineros de buques, a profesionales que ejercieron en la emigración o que cocinaron para casas adineradas nuestra visión de qué es la gastronomía es cada vez más amplia.

Distintas fuentes nos enfrentan a diferentes escenarios. De ese modo, frente a una visión parcial que entiende que la gastronomía de un país, de una comarca o de un valle es solamente o bien aquello que recogen los libros de cocina publicados o bien aquello que se cocinaba en las casas y de lo que se conserva memoria, los recetarios manuscritos pueden ponernos frente a otras realidades que completan esta visión.

Por un lado la de la cocina doméstica, relegada siempre injustamente a un segundo plano y que tantas veces va más allá de aquél lugar que el tópico se empeña en otorgarle. La logística, la intendencia y los rituales de las casas son nuestro día a día. Lo fueron en el pasado y siguen siéndolo hoy. Son la manera más directa, inmediata y probablemente más íntima que hemos tenido de relacionarnos con la alimentación. Y, sin embargo, han quedado demasiadas veces a la sombra de restaurantes, minutas de banquetes y libros de autor.

Las croquetas o la tortilla de nuestra madre, aquel plato que nos preparaba nuestra abuela o esa receta que nos sabe a verano en casa de nuestros tíos son mucho más que nuestra memoria afectiva: son aquello que nos ha formado como comensales, que nos ha cargado de preferencias, pero también de prejuicios.

Y si esas tres o cuatro recetas forman nuestro paisaje de fondo gastronómico particular, la concepción de la gastronomía de un valle, de una ciudad o de una cultura es, en última instancia, la suma de las experiencias íntimas de sus miembros. Las croquetas de mi madre, de la tuya, de las madres de tus amigos forman ese sustrato en el que nos movemos y desde el que entendemos la gastronomía.

Mucho de todo eso se conserva en los recetarios, en las notas manuscritas que tantas familias tienen todavía y a las que con demasiada frecuencia apenas se presta atención. Rebuscar en sus páginas es leer sobre los mercados locales, sobre los ingredientes disponibles en un momento histórico y un lugar concreto; es asomarse a los afectos, a cómo se festejaba, a cuáles eran las recetas que estrechaban lazos y afectos. A todo aquello que, en gastronomía, está más allá de las modas.

Y junto a ello, es leer que la cocina de un lugar es, sin duda, su cocina campesina y rural, la del horno de leña y la matanza en el patio de la casa familiar, la del mercado semanal y la pesca de bajura. Pero es también su cocina urbana, la de los domicilios obreros, la de las madres trabajadoras, la de las periferias de las grandes ciudades. Y cada vez más la del mileurismo, los comedores escolares, las abuelas y los abuelos a cargo de los nietos, los hipermercados, los restaurantes chinos del barrio y las pizzas italo-argentinas, la de tantos hábitos adquiridos durante los años de necesidad de la posguerra y a través del desarrollismo. La visión romántica de una sociedad tiende a olvidar que las sociedades tienen bastante poco de romántico y que la realidad es siempre mucho más compleja.

Ana, Carmen y la gente que trabaja junto a ellas lo saben mejor que yo. Es de justicia que sean ellas quienes lo analicen y lo pongan a disposición de quien quiera conocer cómo comemos.

Como es de justicia que sea Ángel quien nos devuelva la conciencia de que la cocina de un lugar es mucho más que lo que recogen los libros publicados en su momento o que lo que se comían en las casas de la mayoría de la población. La cocina burguesa, tantas veces olvidada –cuando no denostada- no sólo es una expresión, por mucho que fuese minoritaria, de la cultura gastronómica de un momento dado sino que, sobre todo, es en muchos casos el nexo de unión entre la cocina popular y la cocina culta; es la manera en la que técnicas, recetas o costumbres importadas acaban por pasar a formar parte del imaginario gastronómico de un lugar, ya sea a través de hojaldres, de salsas clásicas o, hablando por ejemplo de Galicia, de elaboraciones como la bordalesa (o bordelesa), que hoy son iconos de la cocina popular.

Tantas veces olvidada, esa cocina de los palacetes, de las academias para señoritas y de las cocineras con cofia fue la correa de transmisión a través de la que llegaron técnicas, recetas, elaboraciones e ingredientes, en muchos casos para quedarse. Es un eslabón necesario para entender el conjunto. Un eslabón al que hasta ahora no se le ha prestado atención suficiente.

Analizar esas fuentes nos ayuda a situar las cosas, a entender el conjunto, a asomarnos a una cultura gastronómica que va de las casas más humildes a las cortes, de las villas de campo a las casas de labranza, de la cocina de los barcos de altura a la de los balnearios, de la cocina de la necesidad a la del exceso.

Nuestra cultura gastronómica es eso, un poliedro con caras que nos hemos acostumbrado a tener delante y otras que, por no haber tenido acceso a las fuentes, por dejadez o por prejuicios de todo tipo, han sido insuficientemente exploradas. Es bonito, sin embargo, ver cómo poco a poco se estudian nuevos documentos, se da cabida a nuevas voces y se trabaja, en definitiva, por un conocimiento gastronómico más amplio, capaz de ir más allá de la punta del iceberg para asomarse a su verdadera dimensión.

El futuro de la gastronomía es de los jóvenes cocineros, sin duda. Pero junto a ellos, en igualdad de condiciones, es de las Anas, Cármenes y Ángeles capaces de explorar vías desconocidas o que se habían relegado a un segundo plano y de aportar aire fresco a un sector que, como todos, necesita esa constante renovación, esa falta de prejuicios y esa independencia de criterio para no fosilizarse.