Labordetear

Artículo de Carmen Alcaraz del Blanco
Con tan solo dos temporadas (1995-2000), "Un país en la mochila" se convirtió en un clásico de la televisión. El legado de su director y cicerone pervive en iniciativas colectivas que se niegan a creer que las palabras se las lleva el viento.
Por Carmen Alcaraz del Blanco
01 de octubre de 2020

Lo difícil no es inventar una palabra, sino conseguir que se propague. Son muchos los que han aliñado la lengua con sus propias creaciones, enriqueciéndola como Shakespeare o alegrándola como Gloria Fuertes. Tomando su ejemplo, he compuesto mi primera palabra: labordetear, que deriva, cómo no, de José Antonio Labordeta, aquel profesor de instituto de día, cantautor de noche y poeta siempre, que terminó enviando a la mierda a los más faltones del congreso. Se cumplen diez años de su partida a la dehesa eterna y mi homenaje privado ha consistido en volver al programa que le consagró como cronista trotaveredas.

"Un país en la mochila" fue un rara avis televisivo: permitía hablar sin prisas, sin cortes, sin necesidad de interrumpir con chascarrillos o apretar el gatillo de la nostalgia. Del Baixo Miño a Sierra de Segura, de Potes a La Gomera, aquel bigote nietzscheano y su equipo técnico evidenciaron, ante todo, el arte de escuchar. Registraron creaciones orales, conversaciones y también ruidos, esos que el urbanita confunde con el silencio, como los ladridos que anuncian llegadas, los pájaros que abrochan el cielo, los cucharones que gambetean en perolas, el murmullo de las ordeñadoras o el látigo del cierzo. Labordeta se convirtió en un psicoanalista del territorio. Cuando él callaba, brotaba la verdad cotidiana de la España sin asfalto. De ahí mi verbo labordetear, que desde hoy emplearé como la recolección del paisaje sonoro de nuestros pueblos y caminos.

Testimonios libres y únicos en las vísperas del apagón analógico, como el de la vinatera Asunción Peyra, que hizo historia con su infatigable empeño por alzar los vinos del Priorato. O el de Laura, nacida de trashumantes y vaqueros en Babia, que compuso todos sus inviernos en estrofas. O Cristóbal, que mientras argüía cómo un turismo basado en el patrimonio gastronómico podría beneficiar a Segovia despiezaba un lechazo como el que rompe un papel. También el de José Manuel de Boda Marengo, que batía su queso en una palangana al borde de la lumbre, al mismo tiempo que denunciaba la compra de leche francesa por parte de la mala competencia, en vez de apostar por la oveja lacha del "homo pyrenaicus". Voces no tan pretéritas de la gastronomía, cuyo eco aún perdura y merecen que sigamos su rastro.

Rastrear era y es una de las ocupaciones favoritas de la escritora y veterinaria María Sánchez, que acaba de publicar "Almáciga, un vivero de palabras del medio rural", libro y también plataforma digital colaborativa. María defiende que las palabras nos alimentan y nos invita a comer, digerir y esparcir esas semillas con el uso, la lectura y la escritura. Palabras en gran parte vinculadas a la alimentación, claro, por estar relacionadas con los trabajos de la siembra y el pastoreo; al fin y al cabo, la gastronomía es porque la tierra da. La andaluza afirma que su Almáciga «ha brotado hablando con la gente, "desde abajo"», y por ese motivo y alguno más que no cuento, es la mejor compañera para conjugar por primera vez mi verbo: María labordetea.