Cuando das el pan, repartes amor

Artículo de Albert Molins
Si está hecho con buenos ingredientes y con la mano de la madre que reparte el pan, hasta la comida más insana cumple con su misión salvífica.
Por Albert Molins
21 de abril de 2021

Lo mismo que les digo una cosa, les digo la otra. Dios aprieta, pero no ahoga. Y si lo hace, ¿qué más da? Si Dios existe, no puedo imaginar nada que ejemplifique mejor el fracaso. Dios o su idea no es más, en muchas ocasiones, que la expresión de nuestras soledades -como dijo Sartre- o de nuestros miedos, digo yo. Segundas partes nunca fueron buenas, pero a veces, pues mira sí, y en la oscuridad siempre nos queda la oportunidad de encender una antorcha. Luz al final del túnel.

No hace mucho les recordaba a San Benito y su recordatorio de «la muerte apostada junto al umbral del placer». Les explicaba que una amiga vivía momentos oscuros con su hija diagnosticada de anorexia. Aprovechaba, entonces, para reflexionar -mejor o peor- acerca de la posibilidad de que comer puede que no siempre sea -o no para todo el mundo- la fuente de goce y disfrute de la que tanto nos gusta escribir y hablar.

Mi amiga es una mujer con un par de ovarios muy gordos y por lo que ella me cuenta, su hija también. Lo que se hereda no se roba, dicen, y ambas seguro que terminarán por salir adelante. De momento, codo con codo -como se suele decir- alma con alma, luchan juntas contra el bicho que es como han decidido llamarle a la anorexia. Y a mí me parece estupendo.

Mi amiga cocinaba antes y, claro, cocina ahora, si cabe con mayor afán. Se ha impuesto comer juntas siempre que puede, y a veces el bicho hace que la madre tenga que comer exactamente las mismas cantidades que su hija. Lo compensa saliendo a correr. En su caso el ejercicio cumple una doble función: quemar esas calorías que ella no necesita, pero su hija sí, y quemar -de paso y a paso de carrera- la ansiedad y su miedo, pues no piensa encomendarse a Dios para sacar a la niña adelante, y porque tener unos ovarios muy gordos no es incompatible con sufrir por un retoño.

Si les decía, al principio, que lo mismo que les digo una cosa les digo otra es porque cuando les presenté el caso de mi amiga, les pedía que hiciéramos el esfuerzo de empatizar con los que no les gusta comer ni cocinar, porque no sabemos nunca qué es lo que se puede estar escondiendo en el alma de nadie.

Pero, indudablemente, la cocina es amor. «Cuando mi madre nos daba el pan, repartía amor», explicaba Joël Robuchon. Así que mi amiga cocina como poseída por el diablo. «Come toda la comida basura que quieras, siempre y cuando la cocines tú mismo», escribió Michael Pollan. Y me cuenta que ahora cocina más y mejor que nunca.

Me explica que ha pasado de hacer cualquier cosa a cocinar con esmero. Que en su casa nunca se ha comido mejor que ahora que a su hija le cuesta comer. Que busca los mejores ingredientes. Ya no valen unas zanahorias, carne, pescado o fruta cualquiera. Y tampoco le sirve un aquí te pillo y aquí te mato ni un triste revolcón. Ahora guisa con tiento y amor.

Todo esto con la esperanza de que Dios apriete algo menos, a su hija todo le sepa a gloria bendita y coma. Sin duda si está bueno, todos comemos con más apetito. Y si está hecho con buenos ingredientes y con la mano de la madre que reparte el pan, hasta la comida más insana cumple con su misión salvífica.

Para mi amiga y su hija, la cocina y cocinar se han convertido en la antorcha que ha empezado a iluminar el final del túnel. La cosa va mejor, aunque las dos saben que el bicho aún les va a dar mucha guerra y que va a soplar para intentar apagar esa luz que las dos -codo con codo y alma con alma- han encendido. Ellas y sus ovarios gordos.