Contradicciones

Artículo de Jorge Guitián
La gastronomía acaba por ponernos, antes o después, ante dudas y contradicciones que nos definen como comensales, pero también como personas. Es precisamente en esos lugares en los que se genera un cierto conflicto en los que, con frecuencia, se encuentra aquello que más puede conmovernos.
Por Jorge Guitián
18 de diciembre de 2020

Un texto que tuve que escribir hace unos días volvió a ponerme la cuestión delante. El tema era la caza o, más bien, la relación de la caza con la gastronomía. Y volvía a plantearme dudas que han estado ahí desde siempre pero que de vez en cuando vuelven.

¿Cómo alguien como yo, que no es capaz de tolerar el sufrimiento de un animal, puede disfrutar consumiendo caza?

Es algo que ocurre y que hace que, mientras me mareo cuando tengo que llevar a mi gato al veterinario para que le ponga una vacuna, disfrute con un civet, aún sabiendo todo lo que hay detrás del plato.

Como adulto llega un momento en el que uno tiene que asumir sus contradicciones. No somos seres perfectos. O, quizás, si lo vemos desde otro punto de vista, sí que lo seamos precisamente debido a ellas. No estamos labrados en bronce, lo que nos permite estar sujetos al cambio, a la evolución. Y al conflicto, que es, al final, el que acaba por hacer las cosas interesantes en la mayoría de las ocasiones.

Un mundo sin dudas sería plano, previsible. Un coñazo. Un mundo cargado de contradicciones que nos plantean interrogantes es un mundo que se ve forzado a desarrollarse, a buscar la resolución de esos conflictos y, al hacerlo, generar artefactos maravillosos. La cocina de la caza es uno de estos artefactos.

Empezaba mi texto, el que dio lugar a este otro, diciendo que la caza lleva con nosotros más tiempo que la cocina. Más, incluso, que nuestra condición de seres humanos. Y aunque sólo fuese por eso, valdría la pena pararse a pensar en ella desde un cierto desapasionamiento.

Sin entrar aquí en el conflicto entre animalistas y defensores de la caza, tan complejo y lleno de aristas que merece mucha más atención que las dos líneas que podría dedicarle, podemos centrarnos en su aspecto culinario y, con él, en todo el conocimiento gastronómico que ha sido capaz de generar a lo largo de la historia.

Ese gastronomía nace de una tensión entre el conocimiento asociado a la caza –aquello que la hace más eficiente-, la técnica culinaria que permitió aprovecharla y consideraciones morales que no son nada nuevo, aunque sí se han hecho afortunadamente más presentes en las últimas décadas.

La cocina de la caza es uno de los últimos vestigios de una forma de alimentarnos anterior a la disponibilidad universal de proteína animal procedente de granjas. Es un hilo conductor que nos transporta a través de miles de años, aunque sea un hilo conductor no exento de aspectos cruentos. La realidad no es plana y la gastronomía tampoco.

¿Cómo conciliamos estos dos elementos? No es sencillo y probablemente no hay una respuesta universal. En mi caso es una cuestión de dudas y de equilibrio.

Lo deseable, en cualquier aspecto de la vida, es tener más preguntas que respuestas. Tiendo, de hecho, a huir como de la peste de quien está, o cree estar, en posesión de las respuestas para todo. La gastronomía no es una excepción a esta norma.

Esto se materializa en una sucesión inagotable de interrogantes. ¿Puede la caza ayudar a gestionar ecosistemas sanos y a prolongar su existencia? ¿Implica un mayor sufrimiento para el animal la caza que la ganadería intensiva? ¿Qué diferencia hay entre consumir un mamífero o un ave salvaje y consumir un pescado capturado en el océano? ¿Qué diferencia hay entre pescar ballenas hasta casi su extinción y llevar los bancos de anchoa del Cantábrico al borde del colapso? ¿Cómo conciliamos nuestra vertiente animal –y carnívora- con nuestra faceta ética? ¿Qué derecho tenemos para disponer de la vida de otro animal, salvaje o criado en cautividad?

No tenemos las respuestas. No todas, al menos. Pero tenemos las preguntas, y eso es igual de importante. Porque son las preguntas las que nos hacen pensar. Y porque serán las respuestas a esas preguntas las que nos harán plantearnos nuevas dudas que, a su vez, nos llevarán a otros interrogantes que afrontar.

En cuanto a la cuestión del equilibrio, este no es más, a su vez, que una confrontación constante de dudas. En mi caso está, por un lado, el disfrute gastronómico, el placer de una nueva receta, de una salsa clásica que ha atravesado siglos y países hasta llegar a mi plato; por otra parte está la cuestión de si todo esto es ético, si merece el sacrificio de un ser vivo.

Y, como casi todo en la vida, la respuesta depende de otros factores.

Hace unos años decidí que, como norma general, dejaba de consumir carne de mamíferos en casa. Es un límite tan artificial como otro cualquiera que, en mi caso, se basa en la conciencia del sufrimiento del animal. Y en esto creo sinceramente que es mayor el sufrimiento de un mamífero criado en cautividad en las condiciones que impone la producción intensiva que el de, pongamos por ejemplo, un corzo que recibe un tiro certero en el bosque.

Es, al mismo tiempo, una toma de posición basada en cuestiones de sostenibilidad y de salud: no es bueno, desde ningún punto de vista, consumir tanta carne como consumimos. Es preferible, tal como yo lo veo, consumir menos pero de mejor calidad, algo que garantiza mejores condiciones de vida al animal y una alternativa laboral digna y sostenible a quien trabaja con él.

La segunda condición es que, salvo en casos puntuales, la carne es un acompañamiento, no el ingrediente principal. No es, en ningún caso, un elemento fundamental de nuestra dieta, como no lo fue nunca en la historia para la inmensa mayoría de la población hasta finales del S.XX.

Pero quise ir más allá, porque tenía la duda de si quería seguir consumiendo carne, y me fui a una matanza tradicional de cerdo. Sí, hay una muerte. Sí, hay sangre. Hay un momento de una violencia que resulta dura. Pero es un momento en la vida de cerdos que, en aquel caso, habían vivido una vida aceptable, habían estado bien alimentados, habían salido a hozar al campo. Pese a todo, me pareció asumible.

¿Asumible sin fisuras? No, por supuesto que no. La cuestión plantea dudas, tiene recovecos que se resisten a una respuesta rotunda. En una mano, la muerte de un animal; en la otra, todo el entramado cultural que está asociado a esta. ¿Existiría ese animal –ese individuo concreto, pero también esa raza- si no lo consumiésemos? ¿Habría vivido mejor ese cerdo blanco doméstico si a las pocas semanas de vida lo hubieran liberado/abandonado en el bosque?

Con este planteamiento creo haber recuperado, además, una visión sobre el consumo de otros animales, que en buena medida habíamos olvidado: el consumo de carne es algo que siempre generó conflicto. Algo vinculado a la esfera de lo excepcional que espero, de esta manera, haber resituado en cierta medida.

Eso es, precisamente, lo que ocurre con la caza. Es algo excepcional, es algo que la mayoría no podemos consumir a diario (por cuestiones económicas, pero también por cuestiones dietéticas) y es algo con una temporalidad muy marcada. Eso en cuanto a la materia prima.

Cada plato de caza está cargado, además de por la presencia insoslayable de esa materia prima, de todo un entramado de conocimientos que se perderán si dejamos de consumirlos. Es depositario, por así decirlo, de toda la historia de la cocina de la caza hasta ese momento.

Hay matices, por supuesto. Es un tema que está instalado en una inmensa zona de tonos grises en la que no existe el blanco o el negro. Depende del cómo y del por qué. Pero sobre todo depende del quién. Mi escala de valores no pretende ser universal. Bastante tiene, la pobre, con adaptarse a mí.

¿Me resulta aceptable, entonces, el consumo de carne de caza? Sí, en principio. Siempre que cumpla determinados requisitos. Esto no supone que deje de plantearme conflictos cada vez que me siento frente a un nuevo plato. Pero no más que los que puede provocarme una merluza pescada frente a la Patagonia y que se vende en una gran superficie dos semanas más tarde, los que me genera una lata de caviar o una conserva de zamburiñas traídas del otro lado del mundo para ser vendidas a precios que implican muchas cosas, muy pocas de las cuales son positivas.

O, si tengo que ser sincero, no más conflictos que los que me provoca un tomate cultivado tal vez fuera de temporada, tal vez sin que la planta tenga contacto alguno con la tierra, tal vez por personas en condiciones laborales y sociales muy poco defendibles, tal vez en zonas en las que el agua es un bien escaso.

No más conflictos que un queso curado que se puede comprar a 7€/kg, siempre igual, al margen de temporadas, climas o procedencia de la leche, en el supermercado de la esquina. O que la sal del Himalaya. ¿Quieres una buena ración de conflictos éticos? Vete al supermercado.

La cocina de la caza es una cuestión compleja, porque la gastronomía es una cuestión compleja. Y porque como sociedad nos planteamos hoy cuestiones que hace apenas dos generaciones no estaban siquiera sobre el tapete. Es, al mismo tiempo, una cuestión en la que convergen elementos éticos, culturales, económicos, ecológicos y estéticos. Suficiente como para que me interese y para que no deje de hacerme preguntas sobre ella. Algunas contradictorias, algunas cuya respuesta probablemente me incomode. Pero eso es la cultura, también la gastronómica, cuando conseguimos sacarle el filtro que suaviza perfiles y esconde sombras.