Contra la dictadura mediterránea (en defensa de las periferias)

Artículo de Jorge Guitián
Debido a un hábito adquirido a lo largo de siglos, tendemos a ver la historia como un fenómeno en el que siempre hay un centro y toda una serie de periferias y a que esto nos condicione, estableciendo elementos relevantes y elementos secundarios. Tal vez empieza a ser hora de que, también en gastronomía, nos cuestionemos este modelo de pensamiento.
Por Jorge Guitián
03 de septiembre de 2021

Supongo que nadie me negará que soy bueno eligiendo títulos que me granjeen antipatías incluso antes de la primera línea. Soy perfectamente consciente de que buena parte de quienes estén leyendo este párrafo lo hacen con una ceja levantada, buscando el argumento para rebatir, el motivo para posicionarse en contra. Y está bien.

Está bien porque eso es lo que nos ocurre con los dogmas, con aquellas ideas que tenemos asumidas como realidades inamovibles. Y porque de eso trata, precisamente, este texto: de cuestionarnos las certezas y de tratar de ver más allá del marco que nos hemos impuesto durante siglos.

Qué mejor que hacerlo aquí, en España, que cuestionando la mediterraneidad desde un medio con sede en Valencia, además, poniendo en duda de algún modo uno de los pilares esenciales de nuestra identidad colectiva como ibéricos. No se trata de una enmienda a la totalidad, espero que se entienda, pero sí de un cuestionamiento de los límites, del alcance de esta idea. De meter un poco el dedo en el ojo, a ver si eso provoca una reacción.

Es perfectamente lógico que alguien que se ha criado en Palamós, en Gandía o en Garrucha se sienta absolutamente mediterráneo. Nos quedaría, solamente, definir qué es eso de ser mediterráneo, más allá de una geolocalización, pero por supuesto que no tengo nada que objetar a esto. Ahora bien, ¿esto tiene que ser de aplicación, así, sin matices, para alguien de los valles pasiegos, de Luarca o de Xermade, provincia de Lugo?

Planteémoslo desde una perspectiva histórica diferente, desde un enfoque distinto al habitual. Hagamos el ejercicio de imaginar el Mediterráneo como un foco que históricamente dio lugar a sucesivas oleadas de colonialismo cultural. Primero fenicio, luego griego, después romano...

Pensemos en esas culturas, cuyas aportaciones son innegables, como elementos que, a su paso, acabaron con otras culturas igualmente interesantes, en momentos diferentes de su evolución y cuyo futuro -también el gastronómico- quedó truncado para siempre.

Imaginemos una Europa, un norte de África o un Oriente Próximo que hubiesen evolucionado a lo largo de los últimos 2.500 años al margen de esas influencias que conocemos como clásicas. Puestos a pensar, pensemos que sin esas realidades omnipresentes en nuestras culturas pasadas y actuales, quizás no habría habido cristianismo tal como lo conocemos. Para lo bueno y para lo malo. Y que, quizás también, sin ese desarrollo el eterno conflicto oriente/occidente habría sido de otra manera, si es que en algún momento hubiese llegado a ser, que tal vez es algo que tendríamos que considerar.

Pensemos en Europa, por limitarnos a lo que nos toca más de cerca, de otra manera. La idea no es mía. Ya me gustaría. En realidad es una línea de interpretación que va cobrando fuerza en el ámbito académico británico en los últimos años.

Propongo un ejercicio, bastante reduccionista, pero interesante para entender la tesis principal. Piensa en la historia de Europa como siempre te la han contado, en esos pueblos que se consideraban centro del mundo y encargados de expandir por toda la tierra conocida su cultura y sus principios. Y su imperio comercial, que esto se dice menos, pero también es importante.

Piensa en cómo la historia te cuenta que ese centro se veía permanentemente atacado desde las periferias por los bárbaros, gentes sin cultura y sin apenas lenguaje, a las que había que domesticar por su propio bien. Y por el del imperio y sus intereses económicos, insisto.

Piensa en cómo la historia cuenta cómo más allá de las fronteras el clima era peor, la comida era menos apetecible, las tribus eran brutales y se mataban con sus vecinos para hacerse con sus pocas propiedades, tenían unas creencias extrañas, adoraban al sol o a los árboles y, en definitiva, eran inferiores. Y esto se acentuaba más cada vez que te alejabas más del ombligo del mundo, que no por casualidad los griegos colocaron en pleno Mediterráneo y a un pasito de su casa.

Imagina cómo ese legado pasó luego al cristianismo, que se impuso a base de evangelización, caridad y difundir la palabra, pero también de guerra santa y del miedo a ser quemado vivo, torturado o a que te expropiasen todas tus pertenencias. Esa es la historia en la que te has criado y en la que, por suerte, vives justo al lado del ombligo del mundo. Y además en el lado bueno. ¿No es fantástico?

Dale ahora la vuelta al mapa, pon el norte donde está el sur y vuelve a pensar la historia, evitando simplemente los nombres. Donde pone “romanos” pon “un pueblo” y donde pone “bárbaros” pon “otro pueblo”. Te hago un resumen:

El centro del mundo conocido cae más o menos por lo que hoy es el límite de Alemania, Bélgica y Francia, más cerca de las Islas Británicas que de Sicilia o de Creta. Aquí vive una serie de pueblos que comercian unos con otros desde hace siglos, que se comunican en lenguas de una misma familia y que tienen en la costa del Atlántico, bastante más próxima que la de ese mar remoto de la parte de arriba del mapa, una auténtica autopista que hace que las Islas Británicas estén en contacto permanente con lo que hoy son Bretaña o Galicia, que Escandinavia tenga como única opción lógica adentrarse en el continente o navegar por la costa de Holanda y Bélgica.

¿Pensabas que los mapas eran inocentes? No, tampoco ellos se libran. Basta con darles la vuelta para que la percepción del mundo se ponga también, de pronto, patas arriba.

Sin previo aviso, aquella convivencia más o menos pacífica -en términos de hace 2.000 años- se ve amenazada por otro pueblo que, desde aquellos confines del extremo superior, desde el límite, desde más allá, se empeña en acabar con su cultura y en imponer sus creencias, su modo de vida, sus dioses, su idioma y hasta su alimentación a base de invasión, guerra y esclavitud.

Esos bárbaros, entendiendo como bárbaros a aquellos con una cultura distinta con los que no existe ninguna relación previa, arrasan pueblos, cultivos, modos de vida y culturas; esclavizan a sociedades enteras y arrasan sus recursos naturales.

Esos salvajes beben jugo de fermentado de una baya que sólo se da en tierras donde hace un calor excesivo parte del año, leen el futuro en las vísceras de las aves y creen en seres mágicos que a veces hacen cosas como convertirse en toro para violar a una humana. Y cambian para siempre la historia de aquellos pueblos, de aquellas gentes y de aquellos territorios cuya memoria, en muchos casos, se pierde para siempre.

Y todo esto sólo con darle la vuelta al mapa. Piensa ahora, desde este punto de vista, en la historia que te han contado de los vikingos, por ejemplo. O de los celtas. Piensa en los britones, en los pictos, en las tribus germánicas o en los gálatas del este.

¿Pero este no era un texto sobre gastronomía? Sí, lo es. Y vamos llegando a ella. Piensa ahora en todos esos lugares que, aún dos milenios después, siguen teniendo una despensa distinta. Ritos, modos de relacionarse con la alimentación y climas diferentes. Piensa en Escocia, piensa en Normandía, piensa en las Islas Frisias. Piensa en la Costa da Morte.

¿Qué sentido tiene empeñarse en bombardearlos con un discurso sobre la cultura y la dieta mediterránea a cada momento? Es verdad que estos veintitantos siglos de historia han dejado su poso, es indiscutible. Pero aún así, aún a pesar de 2 milenios largos de cultura monolítica, sigue habiendo matices, diferencias y otras formas de ver el mundo. Incluso desde aquí. Y eso, en mi opinión, es lo que nos enriquece.

Escribo -lo he dicho ya más veces- desde un ordenador que está más alejado del Cabo de Creus que de Cornwall, desde una tierra donde al trigo y al olivo les cuesta aclimatarse y, cuando lo hacen, aportan rendimientos más bajos; desde las inmediaciones del límite septentrional del cultivo de la vid en la Península Ibérica. Los tomates que se cultivan aquí maduran unos 2 meses más tarde que los de mis amigos que plantan matas en sus parcelas en El Puerto de Santa María. Los de aquí maduran, de hecho, más o menos al mismo tiempo que los que están plantados en la isla de Wight.

Aún hoy, después de todo este tiempo, vivo en una parte del mundo en la que es imposible secar alimentos al sol, en la que ahumamos y conservamos en manteca por necesidad; en la que el centeno o la avena se daban mejor que el trigo y la cebada, en la que se desarrollaron los panes de altísima hidratación para paliar la escasez de cereal y en la que los mariscos son de aguas gélidas.

Vivo -vivimos- en una cultura que hervía mucho más de lo que freía porque aquí no es que el aceite fuera un bien costoso, es que era un bien escasísimo, casi desconocido y generalmente importado. Vivo, lo he escrito aquí ya en otra ocasión, en un país que tiene dos panes, uno blanco y mediterráneo y otro moreno que hasta en el nombre, broa, mira al norte. A ese norte donde el pan se llama Bröt, Bread, Bröd o Broot.

En mi cultura las carnes a la brasa y al espeto tienen mucha presencia por influencia de la emigración retornada de Argentina en las últimas décadas. Es cierto, pero también por influencia germánica. Por esa influencia norteeuropea que llegó aquí en la Edad del Hierro, pero que sobre todo se afianzó durante los casi tres siglos de reino suevo en la alta edad media. Algo parecido a lo que pasó con Sicilia, sus parrillas callejeras y la presencia normanda, ni más ni menos. Los puertos de esta esquina del mundo comerciaban con Génova, pero también con Riga, Goteborg o Rostock, en igualdad de condiciones.

Aquí los laureles, las higueras y los cerezos fueron importados por ese pueblo que se empeñó durante casi tres siglos en acosar a la cultura local hasta hacerla desaparecer. Hoy tenemos cerezas y aceitunas, es verdad, pero desconocemos el idioma que se hablaba aquí hasta ese momento y sólo podemos imaginar cómo era aquel Zythos que, según Estrabón, bebían los bárbaros del noroeste.

O qué se comía, más allá de cuatro pinceladas escritas por alguien que, sin haber estado a menos de 3.000 km del lugar, despachó en apenas tres párrafos el asunto de la forma de alimentarse de aquellas malas bestias del lejano oeste. Si quieres cosificar al otro, haz que coma de una manera repugnante.

No escribo esto como una confrontación. Soy perfectamente consciente de las aportaciones de lo mediterráneo y de las maravillas que han nacido de la hibridación de dos ámbitos culturales tan diferentes. Tengo el privilegio de vivir en una cultura mestiza, fruto de ese encuentro, y eso es algo que creo firmemente que me enriquece.

Pero quiero ser consciente, también, de todo lo que hemos perdido en el camino. Y, sobre todo, de todo lo que podemos perder aún si seguimos empeñándonos en el discurso monocolor de lo mediterráneo, de esa tradición, en este caso gastronómica, que es la buena, la correcta, la saludable, la recomendable, la sabrosa, la divertida y la sexy, todos con el pantalón blanco remangado, con los pies metidos en el agua de Formentera, con sombrero de paja, comiendo ensalada Caprese y sonriendo al atardecer mientras suena de fondo un ukelele. Es que hasta como mediterráneo me sentiría incómodo con la postal, ya puestos a sincerarnos.

El mundo está lleno de otras realidades que no excluyen sino que complementan, que enriquecen y que nos demuestran que nuestra cultura es mucho más rica, plural y fluida. Como para que sigamos dando la turra con el monotema también en esto de las cosas de comer en un momento en el que parece costarnos menos aceptar un plato del sudeste asiático que la diversidad que podemos palpar sin tener ni que salir de casa. Y aquí lo dejo, que parece que hoy no llueve.

(Firmado a mediados de agosto, en algún lugar más allá del limes occidental, al otro lado de las Columnas de Hércules, a un paso de los monstruos marinos y de las islas errantes).