Sin alma, como un turrón de patatas fritas

Artículo de Albert Molins
¿Es suficiente que un producto esté bueno o que venga avalado por un cocinero top para que lo consideremos un buen producto?
Por Albert Molins
17 de diciembre de 2020

Lo reconozco. Este virus -maldito seas mil veces maldito- está pudiendo conmigo. Estoy roto por dentro. Rotísimo. Con la ansiedad disparada, triste, tristísimo. Me duele el corazón y me pesa el alma. Facebook no deja de recordarme que hoy, mañana y el otro también, tengo recuerdos que rememorar que yo borro compulsivamente, pero siempre hay más. Muchos más. Como si con la memoria y los recuerdos propios de la felicidad, que fue y se fue, no fuera suficiente. Y encima se acerca Navidad y Nochevieja, y el Grinch que habita en mi ya no puede más. Llevo demasiado tiempo sin ver, sin abrazar, sin besar, sin que me abracen y sin que me besen. Odio al mundo y odio mi vida.

Así que a la mierda. Estoy hecho ídem y alguien lo tiene que pagar. Estoy de mala leche y no hago más que soltar bufidos a todo quisqui, aunque debo decir que la mayoría merecidísimos, y me da absolutamente igual.

Y solo faltaba la broma del turrón de patatas fritas. Patatas fritas de una marca muy concreta, en su versión gourmet -no se crean- que a los creadores de la cosa no se les has escapado detalle. Tampoco es que sean unas patatas fritas muy buenas ni unos turrones muy buenos, la verdad. Pero las mezclamos con chocolate, grasas, leches en polvo, lecitinas varias, emulgentes, azúcares a gogó, conservantes, aromas -algunos incluso naturales- nueces de macadamia y los E, guión numerito de rigor, y ya lo tenemos. Un prodigio de la tecnología alimentaria que no necesitaba nadie.

Ah no, perdón. Falta que lo firme un cocinero top, porque ya con eso el concepto, el proceso y el resultado final dejan de tener importancia. Solo ha faltado que alguien hubiera dicho que gracias a esta creación, el chef ha dignificado el turrón y lo ha puesto al día. No han tenido el valor, pero sí he leído argumentos con referencias a conceptos de repostería clásica incluidos para justificar el invento.

Ferran Adrià me preguntó una vez que qué creía yo que era un turrón. Yo mascullé un discurso sobre frutos secos, árabes, regulaciones de indicación geográfica protegida y tal que no lo convenció. Para él un turrón era solo una forma, lo que es una coartada perfecta para llamarle turrón a cualquier cosa rectangular. Por cierto, mi madre hace un turrón de calabacín con salsa de pimiento rojo que está de muerte. Si la forma es la único que importa, que su creación no sea dulce no tiene ninguna importancia.

Y tampoco es que estemos exactamente ante una novedad. En 2008 un pastelero de Usansolo, en Vizcaya, ya hizo uno. Ese mismo año, otro pastelero de El Masnou, en Barcelona, también tuvo la brillante idea. Y sin ir más lejos, el año pasado la misma marca de patatas y de turrones hicieron otro con el pastelero Christian Escribà, que se publicitó como el primer turrón de patatas fritas. No era cierto. Y seguro que el año próximo tendremos otro, depende de cómo se venda.

Ya sé que tampoco hay que rasgarse las vestiduras, que los turrones de las cosas más variopintas existen desde hace mucho tiempo y los de chocolate aún más, y que no hay que hacerle ascos a la innovación. A fin de cuentas, la mayoría de productos, procesos y técnicas que hoy consideramos tradicionales, en su día fueron una innovación, algo nuevo y sorprendente. Todo se mueve, todo evoluciona.

Y gente con criterio que lo ha probado dice que está bueno. ¿Y qué? Un Big Mac también. Que algo esté bueno no lo convierte, inmediatamente, en un buen producto. Que el turrón o la hamburguesa vengan con la firma o el aval de tal o cual cocinero tampoco. Así de saque, como mínimo, no. Y este turrón es un producto industrial y ultraprocesado. Una obra de ingeniería descontextualizada que está rica. Ese es su valor. Pero eso no lo dice nadie de los que sí cuentan que está muy bueno.

Vale, tampoco pasa nada. No todos los turrones que se pueden comprar son artesanos, por supuesto, o habría gente -mucha o poca, qué más da- que no se los podría permitir. Hay turrones industriales y dignos por 6 euros, que no se venden como la creación de nadie. Este vale casi el doble. Quizás sea muy complejo de elaborar. No tengo ni idea.

A fin de cuentas, este turrón es solo negocio. Dinero, nada más. Me es bastante igual si está bueno o no. Por la cuenta que les trae que está bueno o no venderían ni uno. Van a fabricar 20.000, según parece.

Están en su derecho de ganarse la vida como mejor crean, incluso haciendo un producto de mierda de la mejor calidad, del mismo modo que yo estoy en el mío de criticarlo y quien lo considere oportuno, pues que lo defienda. Este tampoco es el problema. Solo faltaría.

Personalmente, de un superchef espero algo más. La vinculación de la alta gastronomía con la industria agroalimentaria es tan vieja y, probablemente, tan inevitable como su relación con los bancos. Ni idea, tampoco. Pero seamos justos y digamos a las cosas por su nombre.

Qué tengan ustedes la mejor Navidad posible. Yo trataré de lamer mis heridas, recomponer mi alma, zurcir mi corazón malherido para ver si el año nuevo no estoy de tanta mala leche, bufo menos y sonrío más. Gracias por estar ahí y leer.

¡Feliz Navidad!