La tristeza

Artículo de Albert Molins
Las mariscadas y las parrilladas han dejado de ser el festín que solían ser y se han convertido en algo de pitiminí, con cigalas solitarias en inmensos platos de loza blanca.
Por Albert Molins
29 de septiembre de 2021

No sufran. No estoy triste o no más de lo que es habitual por los sinsabores de tener que atravesar este valle de lágrimas al que llamamos vida. De todas formas, y como preámbulo, dejen que les diga que sentirse triste también forma parte del vivir. Y no pasa nada.

Pero en un giro inesperado de los acontecimientos, y pasando de lo celestial a lo mundano, tristeza de la buena es la que siento cuando veo en sus fotografías en algunos restaurantes -de aquellos que llamamos de producto- esos platos de tamaño oceánico, de loza blanca prístina, con una única y triste -nunca mejor dicho- cigala. O un solitario chipirón. O esos platos soperos en los que cabrían mares, con tres o -si hay suerte- cuatro almejas.

Pero vamos a ver. ¿Aquí no hemos venido a jugar, que diría Alberto García Moyano (aka @enocasionesveobares)? Pues entonces, ¿qué es este desaborío espectáculo? ¿Y esa locura de servir un único crustáceo o un solitario molusco cefalópodo en platos como la plaza de Tiananmén? De verdad, qué imagen más triste. Con lo que nosotros habíamos sido.

Comer de producto nunca había estado tan asociado a la escasez, la tristeza y la melancolía como ahora. Y encima presumimos de ello, con esos platos grandotes donde no hace tanto no se hubieran emplatado menos de tres o cuatro chipirones y una buena montaña de bivalvos.

Tengo un amigo que dice que la ración mínima de canelones son seis y que de aquí para arriba. También dice que todo es bocadilleable, pero esa es otra historia. ¿Cuándo dejó de ser media docena la ración de cigalas estándar? ¿En qué universo pedimos almejas, nos sirven solo cuatro bien puestecitas y no quemamos el local?

Ahora que parecía que nos estábamos librando de la dictadura del menú degustación, que se había extendido como una plaga por todo tipo de casas de comidas, resulta, parece, me cuentan y veo que se está adueñando de las mariscadas y parrilladas que se convierten en vez del festín que solían ser, en algo de pitiminí.

E insisto. ¿Desde cuándo no nos comemos las ostras por docenas? ¿Qué somos? ¿Bárbaros? Sinceramente, yo jamás he salido hambriento de un restaurante de los que se llaman de alta cocina, pero sí más de una vez de uno de esos templos del producto. Y en ambos casos con cuentas igual de abultadísimas.

O, es que el producto bueno de verdad es escaso y caro, te dicen. Y es cierto. Pero vamos, que eso siempre ha sido así y de repente vivimos el asombroso misterio de las raciones menguantes. No, lo que sucede es que los hábitos están cambiando y ya nadie quiere comidas pantagruélicas y la gente, en general, quiere gastar menos, te cuentan. Vale, de acuerdo, pero entre eso y lo de ahora media un mar de loza blanca y prístina con una única puta cigala, con perdón.

Y sobre lo de gastar menos, en fin. Que todos sabemos que una de las formas más viejas que tienen los restaurantes de cuadrar las cuentas es la de achicar las cantidades y mantener los precios. Pero es que lo de ahora es de escándalo. Menos rollo y más chicha, se quejaba el otro día un buen gastrónomo en Twitter. Más razón que un santo.

No, hombre, lo que sucede es que la gente pide raciones enteras de lo que sea y las comparte, te explican de forma condescendiente. En este punto debo decir dos cosas. La primera es que no estoy muy seguro que eso siempre sea así. Más bien todo lo contrario. Y la segunda, es que hay ocasiones en la vida que hay que ser Joey Tribbiani. Sí, exacto, el personaje de Friends. El único al que cuando, ocasionalmente, veía algún episodio de la serie no sentía unas ganas incontrolables de asesinar, y una de cuyas máximas era que la comida no se comparte.

A veces me siento triste, no porque uno sea un deshecho emocional, sino porque parece que la comida y comer han dejado de ser una fiesta. Ahora parece que la comida y comer tienen que ser sobre todo instagrameables, palabra odiosa que cuesta un huevo pronunciar y escribir. Y si tienen que ser instagrameables nada mejor, piensan algunos, que un chipirón nacarado, apenas acariciado por el fuego -que escriben los cursis- en medio de un plato de prístina loza blanca. Quizás sí, pero qué triste y qué mal todo. Con lo que nosotros habíamos sido.