Herederos

Artículo de Héctor Hernández
Aprender a disfrutar de la comida debería ser una asignatura obligatoria. Hasta que se incluya en los planes de estudio, hago de profesor particular, si eso es factible para quien fue mal estudiante.
Por Héctor Hernández
03 de febrero de 2021

Heredé la afición por los restaurantes de mi padre, cosa que disfruto especialmente junto a él. A cambio, renuncié al amor infinito por la comida que me legaba mi madre, cosa que maldigo cada día. Comer fuera bien, pero el menú degustación casero único y sin alternativas, mal.

El tomate y por extensión las verduras, el paté, las anchoas, el cabello de ángel. No quiero generalizar, habrá millones de niños que se zampan eso y más. Yo no. Y ojo, mi madre también es la mejor cocinera del mundo, pero muchos alimentos que hoy disfruto no cabían en esa dieta a medida que mis pueriles prejuicios habían diseñado. Ojalá algún día pueda perdonar esa infantil ignorancia.

Era un cirujano de platos, apartando unos guisantes aquí o unas zanahorias allá con milimétrica precisión y pulso, evitando sabores invasores e ignotos, equilibrando las texturas de cada bocado: uno de esos niños repugnantes a la mesa. Mi intención siempre fue terminar el plato y hacer feliz a mis progenitores, pero confieso aquí haber jugado al despiste en algunas preparaciones para conseguirlo. Quiero pensar que todos crecemos en mayor o menor medida con esas tonterías ante unos padres eternamente voluntariosos en el esfuerzo y con una fe ciega en que, alguna vez, entrase en razón.

Como personas, con el tiempo evolucionamos y nos abrimos a nuevas experiencias y sabores que jamás pensamos pudieran albergar interés alguno en nuestra infancia. Es ahora cuando se invierten los papeles y recurro a mi madre y a expertos y a libros y la ciencia infusa en busca de razones y soluciones para que esa animadversión culinaria que tanta frustración generó en casa y tanto placer me hizo perder no se repita en la siguiente generación. ¿Quién podía comerse un jabalí después de aquel jarabe para abrir el apetito? Aquí estamos, en la obligación moral y vital de no cometer los mismos errores, soñando con que tanta insistencia y entrega cuando escupen la sopa, pasan las manos llenas de salsa por las paredes o esconden las patatas fritas en los zapatos, sirva de algo.

Recuperar ese tiempo y esos sabores perdidos es para mí imposible, pero me queda el consuelo de intentar transmitir el placer de comer que yo no supe ver ni entender hasta bien mayor. Los padres no podemos proyectar nuestras frustraciones en nuestros vástagos, claro está, pero al menos aquí, permítanme ustedes que insista en que sean exactamente lo que yo no pude o quise ser: glotones rodeados de placeres. Igual la administración y el sistema educativo podrían echar un cable con esto de aprender gastronomía de la buena y que comer no sea una obligación diaria carente de interés y placer (eterno asunto), pero tampoco quiero escurrir el bulto de mis responsabilidades paternales. ¿Creen que hago bien al marcar la casilla de comedor escolar en la solicitud de acceso del próximo curso?