Diccionario

Artículo de Carmen Alcaraz del Blanco
Las palabras importan porque nos definen, modelan nuestro entorno y pueden servir como primera casilla para avanzar en el caos. Si el confinamiento nos planta un espejo feroz, llamemos a las cosas por su nombre.
Por Carmen Alcaraz del Blanco
05 de mayo de 2020

Mi madre me comenta con recelo que la palabra desescalada no aparece en el diccionario. Entiendo su curiosidad, yo también acudo al lexicón cuando me siento perdida. No somos las únicas, casi tres millones de búsquedas diarias ha registrado la RAE durante el confinamiento. Lo poético es que en el ránking de los vocablos más consultados, como pandemia, virus o triaje, aparece esperanza. Podría inspirar un microcuento: "Después de mucho buscar, encontraron la esperanza en el diccionario".

En la lista también se ha colado una prima suya: resiliencia, que es la capacidad de adaptación y recuperación de un ser vivo, mecanismo o sistema tras un impacto. A pesar de ser una palabra dada de sí por charlatanes del coaching, es un concepto poderoso en diversos campos. En términos físicos, por ejemplo, el acero no resiste por imperturbable, sino por resiliente, por saber encajar el golpe. La resiliencia es útil, ya sea personal o comunitaria, porque exige evaluación, conexión, resistencia y aprendizaje; palabras que en crudo suenan huecas, pero que son clave para reanudar el paso. Sin resiliencia no es alcanzable la esperanza y sin esperanza no se puede trabajar la resiliencia. Es decir, a Dios rogando y con el mazo dando.

Son expertos en resiliencia aquellos cuya profesión es cultivar, abastecer o dar de comer. Muchos de ellos se han expuesto al virus —buena parte sin haber podido recuperarse aún de los estragos del temporal Gloria—, para sembrar, criar, apacentar, curar, sanear, recoger, faenar, almacenar, repartir, elaborar o vender con más problemas que nunca, sobre todo en lo que se refiere al precio, a la distribución y a las condiciones sanitarias. A su vez, en otra primera línea de fuego, la restauración aguarda, cerrada o encerrada. Algunos pueden volcarse en las cocinas colectivas que combaten el hambre o bien en los nuevos modelos que han podido implementar; pero otros se enfrentan con impotencia, miedo y frustración a la calculadora y al teléfono desde la mesa de su cocina, inconscientes a la épica de su lucha. Todos ellos y ellas son puro acero.

Duele no poder brindarles consuelo, pero en este momento solo soy capaz de "despertar dudas, no certezas", parafraseando a la premio nobel Olga Tokarczuk. Mi resiliencia comienza frente a ese espejo que nos ha plantado el confinamiento. Su crudo reflejo me noquea como Rocky Marciano, porque es ahora cuando son evidentes las costuras de nuestro oficio. Revivo eventos, congresos y showcookings triviales que solo añadieron confeti a la fiesta de la alta cocina. Rememoro titulares manidos, calcados, dictados y estériles que eclipsaron la otra cocina, la mayoritaria, la que no puede enviar notas de prensa ni organizar pesebres. Valoro más que nunca la economía doméstica y no logro comprender qué se ganó al sepultarla bajo un alud de prejuicios clasistas, gerontofóbicos y sexistas, cuando ha resultado ser la piedra angular de nuestros hogares y comunidades. Y me pregunto con rabia de qué sirvió tanta literatura alrededor de la proximidad si a la hora de la verdad desconocemos dónde está y cómo contactar con el campo agrario más cercano. Los comunicadores hemos convertido el km0 en una entelequia porque olvidamos lo primordial: tejer las redes entre productor y consumidor.

Truena y Santa Bárbara levanta los hombros. La banalización de la alimentación, la cocina y la gastronomía es lo que permite que en el fragor de la batalla los niños con menos recursos reciban menús diarios de comida rápida. La Comunidad de Madrid ha gastado ya 375.000 euros en nuggets, pizzas y hamburguesas mientras el primer sector ve perecer su género, los padres temen los efectos colaterales y los nutricionistas y profesionales de la restauración, que podrían haber aportado táctica y sapiencia, son ninguneados. Entre tanto, hemos visto crecer las colas de los bancos de alimentos al mismo ritmo que se viralizó el lamento ante la escasez de levadura para bizcochos y tartas, señal de que algunos definitivamente han perdido la cabeza como María Antonieta, a quien por cierto se le atribuyó erróneamente aquello de "Dejad que coman pasteles".

La desescalada que entona el gobierno va acompañada de una expresión todavía más confusa: "nueva normalidad". Es un oxímoron donde subyace la idea de simular que todo sigue igual. Esta intrigante "nueva normalidad" me evoca el origen de la palabra nostalgia, creada en el s.XVII por un médico suizo para describir el sufrimiento de ciertos exiliados obligados al destierro. Para ello, yuxtapuso dos emociones tan remotas como nuestra existencia, la del retorno (nostos) y la del dolor (algos). Sin embargo, los antiguos griegos no se referían a cualquier retorno, sino a la vuelta sana y segura tras una expedición peligrosa. Milan Kundera escribió sobre esa nostalgia en La Ignorancia. Sus protagonistas volvían a su tierra natal, pero ésta ya nada tenía que ver con la que en su día se vieron empujados a abandonar.