Caca de coca

Artículo de Rosa Molinero Trias
Resulta que la coca da caca, pero es una de las drogas que más se consumen en los espacios de hostelería, junto al alcohol. Pero, qué horror un apretón en un lavabo público, ¿no?
Por Rosa Molinero Trias
22 de junio de 2022

"Ya está la catalana hablando de mierda". Efectivamente.

No soy usuaria de otras drogas que no sean la cafeína y el alcohol, y por eso me había perdido este dato: resulta que la coca da caca. Y no solo la coca, sino también otras de las recreativas como el MDMA o las anfetaminas. Distintos tipos de estimulantes que todo lo estimulan se encuentran en la composición de la propia droga o de las sustancias con las que se corta, pudiendo ser, por ejemplo, laxantes. Ya lo contó Ana Iris Simón para, como no podría ser de otra manera, Vice.

La cuestión es que esto me llevó a una pregunta: ¿por qué la cocaína es la droga más consumida en la hostelería después del alcohol? Es mayoritariamente en los establecimientos de hostelería, sean discotecas, bares o restaurantes donde clientes —o no, porque no seré yo quien elucubre sobre la posibilidad de que estemos siendo atendidos por personas que en mitad del servicio usan el servicio explosivamente— consumen estas cosas que luego les hará pasar por el baño. Por supuesto, el alcohol también tiene sus efectos secundarios al día siguiente y lo seguimos tomando. Pero, qué horror un apretón en un lavabo público, ¿no? Qué cortada de rollo estar en mitad de una fiesta y, de repente, que tus intestinos también se pongan a perrear. Pero es que, además, tú mismo te lo has buscado.

Al hilo, Johann Wald, en La Weekly Review de finales de mayo acuñó el término 'apretón moment'. Así lo describía: "imagínate que estás en pleno concierto de Dua Lipa, que eso va a estar abarrotado, te da un apretón de esos y no puedes huir. Y hasta que no termine el concierto, te quedas ahí". A posteriori, le dije que tal vez soltar la bomba es la forma más efectiva de abrirse paso entre la multitud, visto lo visto en el primer día del Primavera Sound. En fin, que esto me parece especialmente perturbador, pero todavía son más perturbadoras las escenas que pueden encontrarse en baños de todo tipo. Hace poco, el dueño de un dive bar de El Born me comentaba el tipo de pintura rupestre que habían hecho en espejo, azulejos, puerta y demás centímetros de su baño en mitad del servicio. Os lo podéis imaginar.

Sin llegar a esos niveles, somos preocupantemente sucios cuando usamos un baño que no es el nuestro, independientemente de nuestro género. Un bar que solía frecuentar al principio de la década que acabo de dejar atrás, el Manchester, tenía una piscina por baño a poco de subir la persiana. Ni idea de si aquello se atendía en algún momento durante la noche o se dejaba el percal para el cierre —llegué a pensar que el ph de la urea haría su trabajo y el suelo acabaría por vencer. Y ante estos panoramas, a veces nos horrorizamos cuando nos toca pagar 1 euro en los baños de cada vez más estaciones. Me pasó hace poco en Zaragoza–Delicias: contra todo pronóstico, un señor con una bandera por pulserita bramaba frente al baño privatizado. ¿Que tendría que haber también una opción gratuita? Por supuesto. ¿Que se agradece encontrar espacios públicos en los que no haya que temer por la salud de la piel y otros órganos expuestos en el cubículo? También. ¿Que los baños públicos tendrían que estar siempre tan limpios como los de detrás del torno? Ojalá.

Sea como sea, voy a dejar aquí mis preguntas escatológicas para volver a las drogas de la hostelería, la cocaína y el alcohol —sin contar el tabaco, consumo del que no comprendo su amplio consumo entre cocineros, ¿es que no temen a la pérdida de sabor y olfato?—. No es casualidad que sean estas y no otras, aunque se podría pensar que el ácido sería lo más conveniente para estimular, en caso de dedicarse a ello, la creatividad. Extrapolando lo que decía el antropólogo Josep M. Fericgla: "[cafeína y alcohol] son drogas para trabajar mucho y pensar poco. La cafeína estimula los músculos, pero no el cerebro, y el alcohol embota la mente". Un lingotazo de lo que sea y una de estas bebidas energéticas o, directamente, unas rayas que hacen sombra; o un carajillo, con ese poco de cafeína para vencer el cansancio del trabajar y un poco de alcohol para hacer el último tramo de la jornada más llevadero y olvidar dicha precariedad, que es lo más común en el grueso del sector.

Sin ser yo consumidora tampoco soy adalid de las buenas costumbres —que aún está por ver cuáles son— pero todo esto me hace pensar que quizás, en este sentido, las cosas no han cambiado tanto desde el XVIII. Por aquel entonces, todavía no se había aprobado por ley la jornada laboral de 8 horas y el jefe te pagaba un poco lo que le venía en gana según quién fueras, el alcantarillado se empezaría a implantar seriamente a finales del XIX y una bebida llegó a popularizarse tanto como las sustancias comentadas, el agua heroica: una mezcla de café y opio de gran éxito, "que se convertiría en el actual carajillo (conocido con otros nombres en Europa) a raíz del bloqueo continental decretado por Inglaterra contra Napoleón", explicaba Antonio Escohotado, el filósofo de las drogas patrio, en Aprendiendo de las drogas (Anagrama, 2001). Pues eso.