Decirle adiós a un bar

Artículo de Rosa Molinero Trias
Casi entrado el otoño, he tenido que despedirme de un bar con contundencia. Curiosamente, el otro día se lo contaba a una persona que trabaja también tras una barra, y no se lo conté muy bien, así que ahora se lo vuelvo a contar así.
Por Rosa Molinero Trias
14 de octubre de 2022

Casi entrado el otoño, he tenido que despedirme de un bar con contundencia. Curiosamente, el otro día se lo mencionaba a una persona que trabaja también tras una barra, y no se lo expliqué muy bien, así que ahora se lo vuelvo a contar así:

"No es que haya cerrado. Tampoco ha sufrido una horrible subida de alquiler que haya forzado una reubicación. Su propietario tampoco ha muerto. Por lo que sé, todo sigue como estaba. Menos yo, que ya no estoy allí porque he decidido que nunca más iré a ese bar.

Ese bar me tocó el corazón y yo le toqué el corazón a ese bar. Creo que uno puede apasionarse por un lugar, un espacio y todo lo que en él está y sucede, y que ese lugar te trague y te metabolice hasta que con cada sorbo de tu vaso te diluyas un poco para pasar a formar parte de él, y este fue uno de esos casos. ¿Me explico?

Yo nunca me había sentido parte de un bar. No había tenido la costumbre de visitar ningún lugar con esa asiduidad que te convierte en parroquiano. Años atrás, me había preguntado con frecuencia y cierta frustración '¿¡por qué!?' y hoy me respondo que no se habían dado al mismo tiempo los factores necesarios: afinidad con el/la bartender, horarios de disfrute coincidentes —un bar cambia mucho con el paso de las horas—, ubicación idónea respecto a mi camino. Todo eso atrapa, retiene y te hace amante de tu bar.

Un día de hace algunos meses, los astros se alinearon y me vi sentada a un lado de esa barra con frecuencia. Salía de una larga temporada en la que me asustaba enormemente perder mi olfato por el Covid. Y aquello hizo palanca en un momento en el que ya había entornado la puerta, pero aún tenía puesta la cadenilla.

Me gustaba pasar a saludar un momento y a veces el momento se alargaba hasta el par de horas. Charlaba con otros asiduos. Me tomaba algo con o sin alcohol. Quizás unas aceitunas viciosas. Comentaba cualquier cosa con el bartender, con quien tenía amistad. Realmente, me parecía estar en una habitación de mi casa, muy cómoda, relajada y animada a la vez. Sentada en ese alto taburete, flotaba por encima de las partes más pesadas de mi vida. Era como un spa cerebral. Y no: nunca esa sensación se repetirá en un restaurante porque la atención mínima, el dinamismo ínfimo de la mandíbula que requiere pedir y beber un líquido –que suele ser el mismo durante un buen rato–, a diferencia de una comida —que tiene su propia estructura de servicio y alternancias— te permiten esa desconexión tan gratificante.

Todo iba bien hasta que las cosas se torcieron imprevisiblemente para mí, como se tuercen los cuellos de los higos al secarse. La amistad previa con aquel bartender se corrompió por un deseo mal formulado y gestionado. Es curiosa la relación sinecdótica que se establece frecuentemente con quien opera un bar porque, al final, ¿qué es lo que quieres, qué es lo te gusta más, en realidad: el lugar o la figura humana que lo dirige? ¿Y hasta qué punto quieres arriesgar tu querido bar por nadie?

No cabe duda que sin la persona, ni el lugar ni la experiencia hubieran sido posibles. Y, sin embargo, esa persona es, en gran medida, otra persona cuando ejerce su oficio tras la barra de un bar. Cuando te gusta un bar, es posible que el magnetismo del espacio te atraiga hacia la barra, en concreto, hacia detrás de la barra, que es el centro donde se encuentra quien o quienes lo operan —¿quién no ha fantaseado en su bar preferido pisar ese espacio vedado por un momento?—. Puede resultar problemático, pero pienso que con una buena logística de los apetitos, no tiene por qué generar ningún desmán.

Eso sí: a una base mala de comunicación añádele una parte de confusión y otra de negligencia para con la amistad y tienes la copa indigesta que te quitará todas las ganas de volver a poner un pie en el estribo de ese taburete que ya era tu taburete. Llegados a este punto, la despedida era la mejor solución: quité la estrella del mapa de sitios para que ni mi vista tropezara ya más con ese lugar. Y me vi arrancánome de cuajo de mi taburete, de ese tapiz que es un bar con todas sus cosas, de ese ambiente que tan bien olía y tan bien me había hecho sentir tantas tardes. Y esa pérdida sí que dolió. Después, su operario fue informado de ello".