Akademia gastrosophos

Artículo de Albert Molins
Las academias gastronómicas actuales, entendidas como clubs privados de gente con dinero y posición, no cumplen su función y casi sería mejor que no existieran.
Por Albert Molins
18 de octubre de 2021

Una noche estrellada en Grecia, hace aproximadamente 2.400 años, un acaudalado politoi cenaba al fresco en su casa de Atenas. En su escudilla, higos recogidos de la no antes de que los sicofantas hubieran dado su permiso, y pedazos de un queso hecho con leche de cabras de Macedonia. Uno muy especial, uno que solo él conseguía.

Porque a nuestro politoi le gustaba comer. Es lo que más le gustaba, de hecho. Y tenía dinero, mucho. Así que sus simposion siempre eran los más celebrados de Atenas. Eso sí, él solo invitaba a otros politoi como él. Nada de esos philosophos aburridos que otros les gustaba tener en sus andrion, pero que él aborrecía por ser austeros en el comer y el beber.

Tanta prédica de la moderación y que solo se preocuparan por cosas, especialmente aburridas y que no entendía, desde esa congregación de sabios en los jardines de Academo, y que no tuvieran -habitualmente- ni un dracma, los hacía especialmente fastidiosos.

Y entonces, una idea. Si patrocinar el conocimiento del hombre y las cosas de este mundo importaba a cuatro que querían dárselas de los más fieles siervos de Atenea, ¿quién no querría ser miembro de una academia gastrosophos, empeñada en el patrocinio de las artes del buen comer, cosa mucho más noble e importante? A fin de cuentas, todo el mundo come.

Una academia, eso sí, solo reservada a los mayores y más ricos glotones de la polis, pues nuestro politoi vivía convencido de que solo los que más dinero podían destinar a comprar los más delicados manjares eran merecedores de pertenecer a su academia, pues eran los únicos que podían llegar a tener un auténtico conocimiento de la gastrosophia. Y como no podía haber arte sin su musa, se inventó una a la que llamó Gastrea. Qué jodidamente -no sé cómo se dice en griego clásico- listo era.

Una academia, eso habría que dejarlo claro, que a diferencia de la que había fundado ese al que llamaban Platón, sus miembros solo se reunirían para comer y beber. Nada de largas disquisiciones que no fueran para elogiar lo bueno que estaba todo. Sería un éxito.

Estaba convencido de que podría convencer a los mejores cocineros de Atenas para que cocinaran los banquetes, pues ¿qué cocinero no iba a querer cocinar para los más ricos, más dignos y más fáciles de complacer politoi de la ciudad? Y sin que les costase ni una moneda. Por todo salario, el honor de complacer a aquella caterva de ricos ciudadanos.

Más o menos este podría haber sido el origen de las actuales academias de gastronomía, que -con todas las excepciones que se quiera- probablemente estén entre las instituciones más inútiles jamás creadas por el ser humano, junto con la ONU que sin duda es la más inútil de todas. Y más o menos así siguen.

Cuando uno ve la nómina de académicos, de inmediato tiene la sensación de estar ante el elenco de un consejo de administración o de un selecto club privado sin que se adivine muy bien qué relación guardan estas personalidades con el saber y el conocimiento gastronómico.

Nada mucho más allá, seguramente, de que suelen ser clientes habituales de distinguidos restaurantes, y que tienen cara de que en su vida bajarían al fango de las humildes casas de comidas para descubrir una receta ancestral, por decir algo. Y, claro, también hay cocineros.

El caso es especialmente sangrante en la academia española, una institución que en un alarde democrático tuvo a un mismo señor durante 40 años como presidente, aunque ahora -todo hay que reconocerlo- hay una mujer. Y también en la catalana, presidida por un ex directivo del Barça, y cuya lista de miembros podría bien ser la del Círculo Ecuestre o la del Cercle del Liceu.

No se conoce que produzcan artículos, monografías o estudios de particular interés que es lo que se supone que deberían hacer. Y si lo hacen, se quedan en limbo y no se publicitan, demostrando que, encima, son pésimas comunicadoras. Tampoco se conoce que impulsen y patrocinen -que dinero no les falta- que otros escriban esos artículos, monografías o estudios.

Y es que en el fondo solo parece que se reúnen para comer. Dicen las malas lenguas -o sea que probablemente sea verdad- que una vez la catalana organizó un ágape de homenaje a un famoso periodista y escritor gastronómico, que había fallecido muchos años antes, en un conocido restaurante barcelonés.

Por lo visto el espectáculo fue bochornoso. El banquete requería inscripción previa, pero a la hora de la verdad se presentaron muchos más académicos de los que habían confirmado su asistencia. Ante las quejas -tímidas y educadas- del propietario del local, nuestros ilustrísimos salieron con aquello de «nada, nada, buen hombre. Pone usted una silla más y todo arreglado. Que donde comen 25 comen 40». Eso fue un festival como el de los Casacas Rojas, pero con americana y corbata.

Así las cosas, dejen que les haga una propuesta. ¿Qué les parece si les pegamos fuego a estas academias trasnochadas, clasistas y especialmente improductivas y creamos unas nuevas? Lo digo en serio. Bueno, lo de pegarles fuego es claramente metafórico. Son ustedes lectores inteligentes y seguro que la aclaración ha sido innecesaria.