Abraham García, un escritor que cocina

Retrato de Abraham García
El responsable del mítico Viridiana, Abraham García, no deja indiferente. Es un cocinero que escribe, o viceversa. Una referencia de verbo fácil y estilo único. Un sabio genial, fiel al tópico.
Por Toni Castillo
31 de octubre de 2017
Chefs y cocineros

Podríamos decir que Abraham García (Robledillo, Toledo, 1950) es un cocinero irrepetible. Uno de los grandes sabios culinarios de la piel de toro. Un personaje irónico, literario y amante del noble arte de la metáfora. Un hombre que llegó a Madrid desde tierras toledanas, con apenas trece años, para trabajar. Comenzó fregando platos en cocinas ajenas para, con los años, erigirse con la suya propia. Como le gusta comentar, sus inicios fueron casi tan duros como los del buzo de Gila, que realizó su primera inmersión en un charco.

Viridiana, su casa en forma de restaurante, floreció a finales de los años setenta. Hace unos cuarenta años. Decidió que quería trabajar para sí mismo, acariciar esa libertad que tanto aprecia, e ideó un templo. En él se refrenda, desde que se levantó, esa independencia por la que luchó. Tanto a nivel empresarial, si hablamos de la dirección del negocio, como a nivel culinario, donde no entiende de normas y une ingredientes que, otros, nunca se atreverían a juntar. Por eso dicen que él inventó la fusión, en aquellos tiempos ahora lejanos, cuando ni el concepto como tal existía. Por eso, también, uno de sus aforismos dice: «Si la mesa es un viaje, la carta es el mapa».

Al margen de haber introducido la cocina mestiza en España, siendo una referencia internacional, de ofrecer sin descanso una cocina extremadamente sabrosa, rotunda, suculenta, sorpresiva, diferente y abierta a influencias fruto de tradiciones foráneas, Abraham García es para muchos «un escritor que cocina». Las más trascendentales carreras de caballos contaron en radio y televisión, durante más de una década, con sus comentarios. Ha publicado multitud de relatos, textos suyos pueblan hemerotecas de varios periódicos y revistas y durante diez años chateó semanalmente en la edición digital del diario El Mundo. Su portentosa prosa, trufada de ironías y falta de tapujos, resulta más que evidente en sus respuestas a nuestro cuestionario.

En el mercado editorial se encuentran cuatro libros suyos: 100 recetas para quitarse el sombrero,de 1997; El placer de comer, de 2004; Abraham boca de 2005, la antología de esos chats hechos en el periódico de Unidad Editorial; y De tripas, corazón, de 2009, en el que se centra en el aprovechamiento de la casquería. En estos días prepara una selección de cuentos breves, Segando los cielos será su título, en la que viajará hasta su niñez, su infancia en Montes de Toledo, en una época marcada «por la sombra de la represión y la esperanzada luz de los maquis».

Un profesional de la talla de Abraham García ha recibido, como es justo, incontables premios a lo largo de su carrera. No obstante, sumándonos a ese «disimulado desdén» con el que los recibe, omitimos semejante nómina tal y como prefiere. Aunque tenga las estanterías llenas.

¿En qué momento concreto de tu vida supiste que serías chef?

De inmediato, en cuanto dije «ajo». Menos afortunado fue un primo mío que dijo «teta» y ahora trabaja en Pascual. Sin embargo, y ante una poco probable (no teman) reencarnación, me gustaría ser gigoló, aprovechando que siempre tengo a mano y a punto la herramienta.

¿Qué ingrediente has descubierto últimamente y no te puedes quitar de la cabeza? ¿Por qué?

Lo único que no me quito de la cabeza son ellas y el sombrero.

Ajíes y chiles: picantes peruanos y mexicanos que, a diferencia de nuestras guindillas que simplemente te pican y te jodes, están desbordados de frescura, matices y sutileza. Benditos ingredientes que son a la cocina lo que Vallejo y Rulfo a la literatura.

¿Qué debe tener la cocina del futuro?

Sensatez, que es lo que ha faltado en las últimas tres décadas, cuando, hinchada de vanidad y auspiciada por guías y críticos analfabetos, tanta figurita con delantal ha levitado sobre espumas de flatulencias.

¿…y qué no debe tener?

Ruido mediático y otros malos rollos. ¡Cocinero, a tus pucheros!

¿Cuál es el restaurante que no olvidarás en tu vida?

Se llamaba, «sólo de lo perdido canta el hombre», Borda (que significa ‘troje’ o ‘alacena’ en euskera, pero en el que ciertamente lo bordaban), edén colgado sobre la ladera de Andoáin al que se accedía por un serpenteante camino de tierra, entre coloristas manzanos que tentaban a Eva y ovejas latxas que para mantener la verticalidad se enredaban en las zarzas. Allí oficiaba una familia en la que cada uno era virtuoso de lo suyo: la señora cocinaba, el marido compraba, los hijos servían y la abuela cantaba sortilegios para proteger las cosechas. Los platos de la carta. Que podían contarse con los dedos de las manos de Cervantes, rayaban la perfección.

No recuerdo chuletón más sabroso, ni parecidos lenguados, ni iguales croquetas, ni comparables cuajadas, ni semejante arroz con leche, que, bajo su reja de canela, anhelaba la amnistía de las cucharillas.

Todo ello regado por un txirimiri de sidra que luego, sobre el mullido verde, te permitía comprobar sus virtudes diuréticas (nunca meé tan alto).

Sentía yo por este templo de lo popular un amor nada platónico, hasta tal punto que en más de una ocasión, y a lomos de autocar, irrumpí en su bucólico salón con mi ruidosa y amplia familia (no soy del Opus), currantes de Viridiana incluidos, que, en el viaje de vuelta y un poco bolingas, se sentían mucho más vinculados con nuestra abnegada tarea y orgullosos de pertenecer a tan excelso club.

Desoyendo al clásico, «no vuelvas donde fuiste feliz», peregriné de nuevo hace un par de años para comprobar que ahora allí sólo reinaba la intemperie. Nadie me vio llorar.

¿A qué restaurante, bar o taberna, te gusta ir habitualmente?

Especialmente a tabernas sin pretensiones, gozoso deambular cuya desmedida nómina no cabe en esta página. Como gitano que soy, nomadeo de barra en barra con una finalidad sin fin.

¿Qué tres cosas nunca pueden faltar en el espacio físico de tu cocina?

Cazuelas elaboradas con maleable barro como el primer hombre; gastadas sartenes que me gusta tener por el mango y la impagable Thermomix, mejor cuanto más antigua. Las modernas, que detesto, más complejas que un escáner, son cada vez menos potentes, más caras y más vulnerables.

¿Y qué tres cosas nunca te gusta que estén en ella?

El engendro satánico del sifón, el nitrógeno líquido con su parafernalia de escafandras para hombres de hojalata y la Pacojet que ya desentona incluso en las cacharrerías.

¿Cuándo duermes sueñas con cocina? En caso afirmativo, ¿cuál fue tu sueño más sorprendente?

Yo sólo sueño con mises, lo malo es que me despierto. Y en esa lucidez matutina y atroz siempre acabo preguntándome si era venezolana o colombiana. Claro que podría haber deducido la nacionalidad por el acento, de no ser porque siempre les tengo la boca ocupada.

¿Cómo explicarías tu cocina?

Me explayaré: sabor y carácter.

¿Qué plato de tu infancia te gustaría reinventar?

Añoro las migas que, en la noche sin sueño, y con afilada destreza, picaba mi padre, sin más audible ruido que la voz de un eunuco gallego que inundaba el parte con sus pantanos, y el suave crepitar de una lluvia de pan azotando el desportillado azafate que él aprisionaba entre las rodillas. Después las impregnaba con un majado de ajo que hubiera ahuyentado al conde Drácula y por último las cubría con una toquilla blanca.

Antes de que el día nos trepara a los ojos, mi madre, sobre un fuego de mortecina jara, convertía aquella granizada escoltada por algunos torreznos, poquito chorizo, el jade de los pimientos y la ayuda de Midas, en un dorado oasis que se rendía ante el embate de nuestras ávidas cucharas de madera.

Nadie como mi madre, que ya es yerba, ha sabido sublimar de tal modo la precariedad. Dionisia Cano: Aldonza que entre el chisporroteo, la brasa hipnotizadora, y escalando por guirnaldas de humo, se elevaba a Dulcinea, señora de El Toboso.

¿Por qué plato te gustaría ser recordado?

Por ninguno. Cuando mis huesos sean ceniza consentida, sólo aspiro a engrosar el común olvido. Y poco me tranquiliza que me recuerden mis incontables acreedores; a falta de mejor epitafio, es previsible que en el mármol de mi tumba, esa tabla de lavar, figure: «Vuelva usted mañana».

Si sólo tuvieras cinco ingredientes, ¿cuáles serían y qué plato harías con ellos?

Plebeyas lentejas, cebolla, ajo, tomate, aceite… con eso me sobra para perpetrar unas lentejas viudas con las que resucitaría un vivo.

¿Cuál es la mejor ciudad gastronómica de todas a las que has ido?

La sabrosa Madrid, que me engorda.

¿En qué restaurante en que no hayas estado te gustaría estar?

En incontables cutrerías periféricas de México D.F. y Lima (ciudades tan desmedidas en las que todo es periferia).

¿Qué haces cuando no cocinas?

Morirme.

¿Qué tópico sobre los cocineros es cierto?

Desconfía de los delgados (sólo me inspirarían confianza si debieran su exceso de escasez a follar mucho, pero me temo que su esbeltez radica en que ni ellos se comen lo que hacen).

¿Cómo sería tu día gastronómico perfecto?

Desayunar antes y después de un polvo matutino (el sexo me da hambre), comer rápido para entregarme a la siesta. Y una cena frugal y temprana que me permita hacerle la fellatio a mi habano y extasiarme con ella entre el oleaje de las sábanas, antes de que el cobertor de la noche nos arrope.

¿Qué debe tener, sí o sí, un buen gastrónomo?

Conocimiento bastante para juzgar lo que come, y un altísimo nivel de exigencia crítica que tanto agradecemos algunos cocineros. De no ser por sus dardos, nos dormiríamos en los perejiles.

Claro que mi exigencia no es menor; cuando alguien me interpeló sobre lo más raro que había comido en mi vida, respondí sin dudarlo: «una paella en su punto».

¿Con qué postre acabarías esta entrevista?

Se cuenta de una hermana de Savarin (creo) que, ya con un pie en el estribo, apremió al servicio: «¡Rápido, el postre, que me estoy muriendo!». Qué mejor ni más dulce epílogo que mi tocinillo, hecho en el cielo, a la flor de naranjo. Y… que se joda la báscula.