Yo sí me senté en El Bulli

Artículo de Albert Molins
Fue un restaurante maravilloso sí, pero deberíamos ir pensando en ir pasando página, poner las luces largas y alumbrar hacia la siguiente curva del camino.
Por Albert Molins
20 de abril de 2022

Mira Lakshmi, yo sí me senté en El Bulli. No tiene ningún mérito. De hecho, la primera vez que fui ni tan solo cocinaba Ferran Adrià. Y la segunda acababa de llegar. Incluso, lo recuerdo perfectamente, hubo un año que fui dos veces. La primera con mi amigo Francesc Puig y la segunda con la que entonces era mi novia. Como te decía no tiene ningún mérito. En esa época era fácil. Llamabas por teléfono, reservabas mesa y listos. Incluso, también lo recuerdo bien, esa vez que fui con mi novia llamé para advertir que llegaríamos antes y contestó el teléfono el propio Adrià, al que le pareció estupendo porque así podríamos «disfrutar de la cena con mayor tranquilidad». Definitivamente, soy un señor mayor.

Fui como mínimo una vez al año durante tres o cuatro años, hasta que un día llamé y me dijeron que la temporada estaba completa, y ya no volví jamás. Desde ese momento, a la dificultad de encontrar mesa en un restaurante que solo abría un servicio al día durante seis meses, se le añadió el férreo control que se ejercía sobre el libro de reservas y que hacía que auténticos idiotas tuvieran mesa siempre que la querían y que las Lakshmi de finales del XX y principios del XXI se quedaran fuera. Siempre me ha asaltado la duda -creo que razonable- de cómo lograban los inspectores de la Michelin tener mesa sin revelar su identidad.

Tampoco me supo mal dejar de ir. El año anterior, después de comer en Cala Montjoi con Francesc, me dije a mí mismo que se había acabado. Que era mi última vez. Digamos que la cosa llegó a un punto que dejó de interesarme. Es cierto que El Bulli fue un restaurante importantísimo que abrió nuevos caminos para la alta restauración, auténticas autopistas aseguran los más atrevidos, y es verdad. Pero también cayó en el ridículo. Nadie mea colonia, querida. Y las cosas humanas, humanas son. No pasa nada.

En mi caso, un plato anunciado como un puré de patata -normalito- al romero, tuvo la culpa. El camarero nos instruyó en que debíamos oler una ramita de romero antes de comernos cada cucharada de puré de patatas. Me sentí como un idiota.

¿Y sabes una cosa? Si te soy sincero, que no quedara «rastro de mí en el sistema de reservas de Cala Montjoi», no ser una de esas 8.000 personas que cada año podían sentarse en El Bulli -sospecho que el 90% eran las mismas temporada tras temporada-, no formar parte de esa casta de elegidos -reconozco que hice patéticos intentos para ser uno de ellos- fue lo mejor que me pudo pasar.

Porque como en tu caso, vinieron muchas otras mesas y, más importante, muchas otras personas -incluso alguna otra novia- y sobre todo otras maneras de entender la gastronomía. Es que no siento ni nostalgia, porque si me paro a pensarlo bien, lo siento, pero El Bulli no me enseñó nada. Me lo pasé en grande, pero lo que sé, lo aprendí en otros sitios y de personas como tú, Lakshmi, que se me cruzaron por el camino. Y en eso sigo. No le debo nada. Quizás era demasiado joven e ignorante. No dudo de que, esto último, lo siga siendo.

Lo que el otro día escribía de Néstor Luján y Josep Pla bien se puede aplicar a El Bulli. Fue maravilloso sí, pero deberíamos ir pensando en ir pasando página, poner las luces largas y alumbrar hacia la siguiente curva del camino. Hay demasiada gente que busca esa cocina en todas partes y que si no la encuentra pierde el interés por saber y conocer. Sigue habiendo demasiada crónica gastro que cita a El Bulli, incluso sin venir demasiado a cuento de nada. Hay una especie de curiosísimo síndrome de Estocolmo con El Bulli.

Por suerte, estáis vosotros. Los jóvenes bárbaros. Una nueva hornada de gastrónomos que nunca os sentásteis en sus mesas y que sois infinitamente más sabios que los que sí tuvimos la oportunidad. Porque no le debéis nada y porque sois libres de elegir a vuestros propios dioses con pies de barro. E incluso estoy convencido de que, cuando venga otro El Bulli -quizás ya lo tenemos aquí- vuestra mirada será distinta de la nuestra, y será menos complaciente, más culta, más sabia y más crítica.

Nada es para siempre. Ni los restaurantes, ni las novias. Que me lo digan a mi.