Un plato de lentejas

Artículo de Jorge Guitián
Pensar que un plato o una receta es simplemente una forma de hacer más agradable o digestivo aquello que comemos es limitarse a la superficie. La gastronomía es una potente herramienta que nos ayuda a conocer nuestro pasado, a entender nuestro presente y a plantearnos cuál es el futuro que queremos.
Por Jorge Guitián
07 de octubre de 2020

Cada plato es un arma, un artefacto potentísimo cargado de posibilidades. Cada plato es una máquina de generar contenidos, interpretaciones e ideas que deberíamos utilizar con responsabilidad.

Una receta es mucho más que una fórmula para hacer más agradable o más digestivo un conjunto de alimentos. Entenderla así, de hecho, es reduccionista y deja fuera del terreno de juego gran parte de lo más interesante de estas elaboraciones, por mucho que haya sido de ese modo como las hemos entendido tradicionalmente y como nos seguimos enfrentando a ellas.

Parafraseando a Xesús Ferro Ruibal, un filólogo gallego que puso por título a uno de sus libros Cada un fala como quen é (cada uno habla como quien es), podemos decir que cada uno come como quien es. Y ese quien es implica su personalidad, su contexto social, económico, cultural y familiar; el paisaje y el clima en los que vive y en los que se formó, las modas, los avances científicos y tecnológicos, el contexto industrial, agroalimentario y todo un complejo entramado de ritos, tabúes, creencias, usos sociales, costumbres, ideologías y sabiduría popular. Todo en algo aparentemente tan sencillo como un plato de lentejas.

Cada plato es un arma contra la desmemoria, contra la aculturación. Es un elemento potentísimo de reivindicación cultural y de identidad. Somos como somos y por eso comemos de una manera. Un plato es una herramienta potentísima de acción cultural que no deberíamos tomarnos a la ligera.

Es por eso por lo que leer una receta, actual o histórica, es mucho más que limitarse a seguir instrucciones, a pesar ingredientes y a controlar tiempos. Una receta es una ventana. A otro tiempo, a otro lugar, a otras culturas; a vidas pasadas, a lugares que ya no existen. Es un diccionario para entender a los otros.

Y es, al mismo tiempo, un manual de uso para entendernos a nosotros mismos. Cocinamos como somos, pero también como queremos ser, como nos gusta imaginar que nos ven los demás. Nuestra cocina, lo que cocinamos cuando invitamos a alguien a comer a casa, es parte de nuestra identidad. O dice, al menos, mucho sobre ella. Por eso dedicamos horas a pensar el menú cuando esa comida nos importa realmente, por eso no cocinamos igual para una primera cita que para nuestros padres, para nuestro jefe o para un grupo de amigos.

Esto ocurre en el ámbito individual y de lo privado, pero también a una escala más amplia. Lo que comemos, como grupo social, en cada momento tiene mucho que ver con cómo queremos creer que somos como sociedad. Tiene más que ver con eso, de hecho, que con el contexto natural en el que nos desenvolvemos. Y también dice mucho de nosotros.

Comer cerezas en enero o no comerlas, cocinar lentejas o considerarlas un plato pobre, invitar a alguien a casa y ofrecerle un arroz de verduras o servirle, en cambio, blinis y caviar, servirle un vino del país en jarra o sacar la artillería pesada con un Borgoña mítico. Llevar al recreo un Danonino o un bocadillo de queso. Menú del día o menú degustación. Torreznos o langostinos crujientes en pasta kataifi.

Esa es, sin embargo, solamente una de las facetas de un plato. Otra lo convierte en una máquina del tiempo. Una receta, la que sea, nos pone en contacto con quienes la desarrollaron, quizás hace generaciones, nos hace reflexionar sobre nuestro pasado y sobre nuestro presente cuando la volvemos a cocinar y proyecta lo que somos hacia un futuro que no podemos controlar, pero en el que nos gustaría que algo de nosotros esté también presente.

Una receta es –puede ser, debería serlo- un elemento poético, un resorte que activa la memoria. Una cucharada de caldo gallego es, en mi caso, algo de una potencia sorprendente. Una ración de cañaillas está cargada de amigos y de recuerdos; unos tapaculos recién fritos me hablan de una cultura que no es la mía, de una tradición de tabernas y barras, pero también de un momento de descubrimiento en mi vida, de lugares que me eran ajenos y son hoy parte de mí. Un mejillón abierto al vapor es mucho más que un mejillón: es verano, es la luz del último sol de la tarde. Es lugares y gente que siguen ahí aunque ya no estén.

Cada plato que transmitimos, cada receta que enseñamos a la siguiente generación, cada ración que compartimos con amigos es parte de nosotros, de nuestra historia. Nos explica por dentro y por fuera. Cada vez que pensamos en las croquetas de nuestra madre, que nos empeñamos en tratar de hacer aquel arroz que preparaba la abuela o que mordemos un tomate y pensamos que no sabe como los de antes estamos explorando ese entramado de significados, estamos dejando que un plato nos sitúe cultural, personal y afectivamente.

Por eso tenemos la obligación de hablar de algo más que de recetas sin contexto. Por eso es esencial la crítica y, quizás más aún que ésta, un análisis gastronómico hondo, plural y diverso. Por eso, por todo eso, es necesario un cambio de paradigma que nos lleve a entender la gastronomía como cultura con mayúscula, a deshacernos de prejuicios y a asumir que pocas cosas hay más ricas, más íntimas y más profundas que un plato de lentejas.