Premia, que nada queda

Artículo de Fernando Huidobro
Nunca me gustaron los castigos. Menos aún los premios. Bastante menos. Aunque bien es cierto que en el cole me gustaba salir en el cuadro de honor y que me dieran medallas. Luego aprendí a despreciarlos. Hoy pienso que son pura fatuidad e impostura.
Por Fernando Huidobro
30 de marzo de 2022

La gastronomía local, regional y nacional -y supongo que también la mundial- se ha empachado de premios. Premios por aquí, premios por allá. ¡Ojú qué pechá!

Puede que cuando se inventaran, vaya usted a saber cuándo y cómo, tuvieran su razón de ser y buenos principios, pero hoy día son meramente parte del sistema de funcionamiento cotidiano de ésta nuestra tragona sociedad que todo lo engulle sin masticar siquiera. Para ella y quienes los otorgan, los premios son sólo mercancía barata que les da la publicidad que ellos mismos y los medios necesitan para llenar de algún contenido sus insaciables barrigas mediáticas.

“Oye, qué tal, mira, que hemos pensado en darte el premio este año, ¿podrás estar, verdad? Porque si no puedes venir a recogerlo, pues que como que se lo damos a otro y lo tuyo lo dejamos para más adelante y eso, ¿no?” esta cantinela se repite una y otra vez y es la prueba evidente de que lo que importa no es el premiado, sino el premio ante y su propaganda.

Toda institución que se precie da premios a diestro y siniestro, cuantos más mejor; así, de paso, llena el auditorio con los premiados y sus familiares, que si no aquello está más desierto que el de Gobi. Y que vengan autoridades, mientras más mejor, que siempre acuden en tropel y con séquito y hacen un bulto que no veas. Cuando, aun así, escasea el personal, porque aguantar la tirada de discursitos tiene mérito, se tira de azafatas, escuelas y, por supuesto, streaming a cascoporro “que san registrao la tira de perzoná”.

Ya hoy, a la hora de elegirlos, los otorgantes tienen que estudiarse a tope y repasar bien repasados los antecedentes y confeccionar una lista de candidatos nuevos ante el peligro de repetirse. A este ritmo las posibilidades empiezan a escasear y hay que buscarlos debajo de las piedras. Se premia todo, absolutamente todo lo que ronda la cocina y la comida. Especialmente lo de los vinos y los quesos es un acabose. Aunque por allí desfilan también y tan ricamente, las mejores croquetas, chefs de esto y aquello, arroces, promesas, juventudes y toda una vida, abuelas todas, ensaladillas -antes rusas hoy españolas- y chuletas, periodistas e Influencers, bartenders, administraciones, empresas y emprendedores, etc. etc.

El remate del tomate son quienes hacen de sus galardones, rankins y capitalidades un negocio con el que ganar dinero directamente y sin tapujos como último y único objetivo de la más absoluta vacuidad de su acción.

Como guinda de este pastel premium, se monta un buen sarao que sumar al gran negocio de los eventos del que, eso sí, hoy día vivimos la mitad de los españoles.

Pues sí, le meto caña y guasa a este asunto, y también sorna sin contemplaciones, porque la cuestión no admite ni resiste un análisis mínimamente serio. Esto de los premios gastronómicos se ha convertido, como dijo aquél, en un cachondeo.