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No me comas la Cabeza
Autor
Albert Molins
30 de julio de 2020

Llorones

A veces parece que nos guste ir a pasarlo mal a un restaurante que sabemos de sobra que no nos va a gustar, para podernos sentir engañados y quejarnos amargamente en las redes.
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Barcelona, un domingo por la noche, pasadas las once, a finales de diciembre. Recojo a mis hijos que han ido a ver una obra de teatro con el padrino del mayor. Nos despedimos y los críos me dicen que se mueren de hambre. Así, con esos aspavientos y esa urgencia con la que solo los niños saben cómo provocar un ataque de ansiedad a sus padres. No me digan que no. Todos hemos pasado por esto alguna vez.

Lo que sucedió a continuación, les sorprenderá.

Todo está cerrado, así que la única opción es un McDonald’s camino a casa, antes de que -de forma improbable- ellos mueran de inanición como aseguran cada vez con más insistencia o yo opte por abandonarlos, a su suerte, en medio de la calle. Creo que es la primera vez que los llevo. La segunda será unos meses más tarde en un centro comercial, después de un cine con la que entonces era mi pareja, sus hijas y mis hijos. Las mismas urgencias, pero multiplicadas por dos. Había otras opciones, pero no quise discutir y soltar una perorata sobre por qué creo que este tipo de restaurantes son el mal. Estaba claro que ella y yo no dábamos importancia a las mismas cosas. Y así fue todo.

Pero volvamos a esa noche de diciembre. Mis retoños sacian su apetito con el consabido menú de hamburguesa, patatas y refresco, mientras yo me bebo una cerveza antiestrés. Me preguntan que por qué no como nada, y a ellos sí -solo faltaría- les suelto un discurso enérgico, apasionado, duro y aleccionador, que hacen ver que escuchan mientras dan cuenta de su cena (sic). Termino mi brillante intervención y el pequeño me suelta: “Pero, ¿qué quieres? Es un McDonald’s. No uno de esos restaurantes a los que tú vas”.

Lo fulmino con mirada de padre severo, pero al instante me doy cuenta de que el muy hijo de puta -por su insolencia no por su madre- tiene razón. Los negocios de fast food son una porquería por muchas y variadas razones, y aunque intenten disimularlo a base de publicidad y torticeras declaraciones nutricionales, todos lo sabemos. No engañan a nadie. A fin de cuentas, esa noche entré mucho más porque quise, que no porque no hubiera otra alternativa, así que -como bien recalcó mi hijo- las quejas no tenían lugar.  

Y a eso es a lo que voy, después de cinco párrafos. No se me hubiera ocurrido escribir un comentario en, pongamos, TripAdvisor o en cualquier red social para quejarme de la lamentable calidad de las hamburguesas. Sabía dónde me metía. Hubiera sido ridículo.

Yo no sé a ustedes, pero a mi me ha pasado pocas veces que comer en un restaurante, de forma improvisada, no haya sido justo como esperaba. Y las veces que no ha sido así, ha sido para mejor. Un vistazo rápido al local y tener muy presente dónde estoy me suele bastar para hacerme una idea bastante precisa de lo que me voy a encontrar y gestionar mis expectativas de forma adecuada.

Entonces, ¿por qué a pesar de que todos sabemos que en el centro de las ciudades turísticas se come mal y caro, persistimos en el error? O, ¿por qué vamos a negocios que sabemos de antemano que no se ajustan ni a nuestro presupuesto ni son del tipo que nos gusta? O, aún peor, ¿por qué seguimos los consejos de ese cuñado que una vez fue a ese restaurante escondido que solo unos pocos escogidos conocen y donde por dos duros te puedes poner hasta el culo y que el día que vamos nosotros, pues, todo mal? ¡Pero si sabemos que uno de los grandes axiomas de la humanidad es que los cuñados o no tienen ni zorra idea, se lo inventan todo o mienten como bellacos!

Es obvio que los restaurantes trampas para turistas existen y los que no nos van a hacer un escalope con patatas para el niño también -si no hay menú infantil ya es una pista-, pero se les huele a la legua, y como el McDonald’s al que fui con mis hijos no engañan a nadie. O no deberían.

Lugares como TripAdvisor o las propias redes han implementado una cultura de la queja bastante boba. La de quejarse por cualquier tontería principalmente: que si el camarero me miró mal, el clásico no nos invitaron a chupitos y el aún más clásico por lo que pagamos, me esperaba más la verdad.

En todo caso, la misma tecnología que nos permite protestar por cualquier memez, nos da la oportunidad de informarnos antes de ir a un restaurante de qué mal vamos a morir y, en todo caso, buscar alternativas si ya vemos que la cosa va a ir por el mal camino.

Los restaurantes -no me cansaré de decirlo- son antes que nada negocios que tienen que gestionar márgenes y pagar nóminas. Nos tienen que tratar con la misma educación y respeto con que nosotros les dispensemos a ellos, pero no son nuestra abuela o nuestra madre. Nos prestan un servicio, pero no son nuestros esclavos.

Los precios se exhiben de forma pública antes de entrar y suelen estar en internet, y seguro que con una consulta previa sabremos si estarán dispuestos a hacer algo especial para los pequeños, antes de sentarnos en la mesa, si no tienen menú infantil, cosa a la que están tan poco obligados como a invitarnos a chupitos o a los cafés.

Si después de todo esto, decidimos ir a un restaurante del que sabemos que vamos a salir defraudados, cosa que puede pasar incluso tomando todas las precauciones ojo, el problema es nuestro, y con no volver e irnos a llorar a llorería ya estaría todo.

Autor
Albert Molins

Albert Molins es Licenciado en Ciencias de la Información por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente, trabaja como Jefe de la sección de Sociedad del periódico La Vanguardia abordando informaciones relacionadas con el mundo de la gastronomía y el turismo, la tecnología, el consumo o las redes sociales. Ver autor

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