La ratafia y Scarlett Johansson

Artículo de Albert Molins
A veces no entendemos que el valor de algo va más allá de lo rico que esté y siempre mucho más lejos que nuestros gustos personales.
Por Albert Molins
09 de marzo de 2022

El otro día se me ocurrió, en Twitter, recomendar y elogiar Los fogones tradicionales, un programa de Canal Cocina, porque -dije- me parecía y me parece que hay más sabiduría culinaria en cada una de esas recetas que en todas las bullipedias del mundo. Bueno, eso no terminé de decirlo, pero lo hago ahora. También dije que lo único que me molestaba era el tono paternalista de la voz en off que da paso a las -mayoritariamente- amas de casa que preparan un plato típico de su pueblo.

Bien, pues ya hubo a quien le faltó tiempo para responderme que sí, que muy bien, pero que a menudo esas señoras cocinan unos «ranchos incomibles». Imagino que esa persona o bien ha preparado y comido cada una de las recetas del programa -especialmente las que le parecen horribles- o bien su televisor es más smart que todos los demás y con solo darle a un botón prepara al instante el plato que se está proyectando en la pantalla.

Incluso he llegado a pensar que quizás tiene la capacidad de teletransportarla, para así poder probar la receta en riguroso directo y recién hecha, y poder decirle a la señora en su cara que eso es una mierda y que se lo dé al gato o al perro. Debo decir que reclamo esta funcionalidad en todos los televisores de inmediato, ya que a mí me sería de gran utilidad cada vez que en la tele apareciera Scarlett Johansson, a la cual -por supuesto- le diría que nada en ella me parece una mierda. Al contrario.

Fue leer el comentario y me vino a la cabeza, no sé por qué, la imagen de una o un estadounidense ambos completamente horrorizados por el conejo al ajillo que me acababa de cascar ese mediodía. Seguro que saben que en Estados Unidos los conejos son considerados básicamente mascotas y que la idea de comérselos les parece una mierda de idea y a los que los comemos nos creen unos salvajes. Con lo rico que está el conejo al ajillo, válgame Dios. Pues de los indios warao y su predilección por las larvas del gusano de la palmera, ya no sé qué van a pensar ni los estadounidenses ni mi tuitero respondón.

Nos cuesta muy poco poner a parir los usos y costumbres del otro. Así en general y en lo gastronómico también. Por cierto, tampoco hace falta que nadie vaya dando lecciones sobre si el salchichón hay que comérselo con piel o sin, que ya somos mayorcitos y que para gustos los colores.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, a veces no entendemos que el valor de algo va más allá de su palatabilidad y siempre mucho más lejos que nuestros gustos personales. Les voy a poner un ejemplo facilito.

A estas alturas ya saben todos ustedes que servidor es catalán y muy catalán. Bien pues a mí no me gusta nada, nada, pero nada, la ratafia. Sin embargo es un producto que defenderé a muerte y no únicamente ni especialmente por el hecho de que se haga en mi país, sino porque detrás de la elaboración de este aguardiente hay un montón de conocimientos de botánica, sin ir más lejos, del entorno, de las hierbas que se pueden usar y cómo, que me parece importante conservar.

Que el resultado final sea un mejunje imbebible es algo que carece de la más mínima importancia. Y que haya cocineros que lo incorporen a sus platos, un error del que espero que despierten pronto. Ahora que lo pienso, tengo un muy buen amigo que opina del vermú lo mismo que yo de la ratafia. De hecho -ahora que lo pienso- él es mucho más beligerante que yo, pero es que también es muchísimo más listo y sus argumentos suelen ser más sólidos e imbatibles.

Así que, queda dicho, las recetas de las señoras de Los fogones tradicionales me parecen todas, sin haber probado ninguna, una maravilla porque son siempre un ejemplarizante ejemplo -valga la redundancia- de una cocina doméstica que era mucho más sabia que la que cocinamos -ojalá- nosotros.

Es, sin duda, una cocina de la escasez, de aprovechamiento -en muchas ocasiones- de poner en el puchero lo que hay y prescindir por necesidad de lo que no, pero eso no la hace peor ni menos alegre ni menos llena de vida ni le quita un gramo de importancia. Al contrario, era y es una cocina muy importante, porque gracias a esos «ranchos incomibles» ha habido muchas familias que han podido, como mínimo, comer caliente cada día.