La cultura del no

Artículo de Jorge Guitián
Quizás como reacción mimética a un entorno convulso y crispado, el ámbito gastronómico atraviesa una época áspera, en la que la crítica ronca se eleva a la categoría de desprecio y en la que todo parece merecer ser quemado en la plaza pública.
Por Jorge Guitián
19 de octubre de 2022

Vengo de participar en un congreso de periodistas y escritores gastronómicos en Menorca en el que, como en la mayoría de los congresos ha habido una cantidad importante de reflexiones de interés. No es frecuente que en España podamos escuchar en directo a gente como Bénédict Beaugé, uno de los escritores gastronómicos más relevantes de la Europa del último medio siglo. O que podamos debatir y compartir experiencias con escritores de Francia, Escocia o Grecia.

Sin embargo, no es esto lo que ha centrado el debate en redes sociales. Se ha hablado mucho más de la gente que faltaba en el programa, de los temas que no se han tratado, de que la cobertura en streaming no fue perfecta o de por qué, si era un congreso de periodistas, había tantos ponentes que no pertenecían a ese gremio (pista: era de periodistas. Y escritores).

Sí, faltaba gente. Sí, faltaban temas. Fue un congreso de apenas día y medio, no la multiplicación de los tiempos y los espacios como si de panes y peces se tratase. Había el tiempo que había y daba para lo que daba. Y detrás de ese tiempo, había un equipo con unas intenciones y unos planteamientos que llevaron a esas elecciones. Si hubiera estado al frente otra persona, con otro presupuesto, otras administraciones públicas detrás, quizás en una galaxia muy, muy lejana, el programa habría sido otro. Y a ese hipotético cartel también le habríamos atizado con la garrota más grande que tuviésemos a mano.

Pero, además de personas, enfoques y planteamientos había, sin duda, condicionantes logísticos, económicos y de muchos otros tipos; condicionantes en los que no nos detenemos porque, aún ignorándolos, nosotros, haciendo gala de aquello de que todo español tiene un entrenador de fútbol dentro, lo habríamos hecho mejor. Yo creo que, más que un Guardiola o un Mourinho, lo que llevamos dentro, en realidad, es un pequeño Torquemada que pugna por salir en pos de la verdad única. Y esto —lo de la verdad única, no lo del censor en miniatura— es algo que me da bastante repelús.

No tiene mucha importancia. El congreso fue un éxito, creo que se pusieron sobre la mesa temas que tocaba revisar y, sobre todo, fomentó un debate muy interesante. El problema no es ese. El problema está en que, justo la semana anterior, había participado en Galicia Forum Gastronómico, en A Coruña, y de nuevo ocurrió lo mismo: todo lo bueno que pudiera haber pasado por aquellos escenarios, que algo habría, quiero pensar, queda invalidado por los ceños fruncidos, por las quejas, por las actitudes desairadas; por lo que no se hizo o lo que se hizo mal.

Vivimos en una eterna queja si no se alcanza la perfección. Pero no la perfección en abstracto, que es algo que no existe, sino la perfección que está en algunas cabezas y que, en cada una de ellas, es diferente. El congreso fue mal, el fórum fue mal. Me levanto esta mañana para leer sobre la entrega de premios Comer de La Vanguardia la pasada noche en Barcelona y, no hace falta ser especialmente espabilado para imaginarlo, lo primero que leo son algunas críticas. Iba a decir que ácidas, pero diré, mejor, amargas. Similares a las que leía sobre San Sebastián Gastronomika o sobre Culinary Zinema no hace tanto.

Y no dudo de que en las próximas semanas tendremos el placer inmenso de asistir a retahílas similares con la concesión de las nuevas estrellas Michelin, de los soles de la Guía Repsol, un poco más adelante con lo que ocurra en Madrid Fusión. Diálogos de Cocina, calienta que sales.

Y, entre medias, con todo lo que se publique en papel o en digital; con cada congreso, encuentro, charla o feria: con cada crítica de un restaurante, con cada reseña, con cada crónica de una ruta, con cada viaje de prensa. Todo mal. Ya queda dicho aquí, de antemano, y así nos ahorramos el cansancio. Sería mejor, imagino, que nos quedásemos todos en casa, que no se organizase, que no se premiase, que nadie escribiera, que no hubiera debate, que no se haga pública ninguna opinión. ¿Para qué, si ya sabemos de antemano que van a ser fallidos? Lo único perfecto, y no siempre, es el silencio. Aunque el silencio da miedo, porque nos obliga a callarnos, a no disentir, a no opinar. A no equivocarnos, a no rectificar. A no pensar.

No entiendo muy bien el origen de este ambiente. Quizás tenga que ver con el tono de crispación, de reproche encendido y de ataque constante en el que vivimos; con la fiscalización de hasta la actitud más inocente buscándole la punta que probablemente no tiene. Pero entiendo menos aún la necesidad de reincidir, de entrar en la habitación solamente para buscar el fallo, el desconchado en la pared que hace que esa habitación ya no sirva, aunque sea una estancia de un palacio renacentista. El escarnio como actitud vital.

Me reconozco en esa actitud. He estado ahí. Hace un tiempo que decidí, sin embargo, que si no me interesa no miro. Lo aprendí tan pronto como la televisión que había en casa de mis padres tuvo un mando a distancia. Si no me gustaba lo que emitía un canal, podía darle a un botón y, de manera instantánea, estar viendo algo que me apeteciese más. La magia de la tecnología. Tardé, eso sí, en darme cuenta de que podía aplicar esa misma mecánica a otros aspectos de mi vida. Y creo que con eso he ganado en calidad de vida.

No pido, espero que se entienda, que todos estemos de acuerdo. Me parecería un riesgo y, sobre todo, una pesadez. Pido argumentación razonada, pido una cierta empatía, un ejercicio que lleve a ponerse en la posición del otro y a entender sus circunstancias, no siempre visibles, pero muchas veces determinantes. Pido que abandonemos la idea de que somos seres de luz, porque no lo somos, y seamos conscientes del olor a cerrado que tantas veces nos rodea cuando señalamos con el dedo y fruncimos el ceño para aseverar.

En estas semanas he asistido a congresos, eventos y ferias que han tenido fallos, sin duda. Pero me quedo con la gente que se ha subido a un escenario por primera vez allí, con las reflexiones que me han hecho pensar, con la prensa que ha llegado de otros lugares y, gracias a ello, ha conocido restaurantes, productos o realidades a las que, de otra manera, no habría accedido; con la gente de otros países que he conocido, con los intercambios de opiniones y con los debates.

Después llegará el momento de la reflexión para los promotores y los organizadores; llegará la hora de pensar qué se podría haber hecho mejor y qué se puede hacer para que mejore en futuras ediciones. Pero, mientras, prefiero quedarme con todo lo que me traigo de vuelta de aquellos lugares a los que he podido acercarme y de aquellos otros que he seguido en la distancia.

La gastronomía española necesita una reflexión global sobre su estado de salud, que seguramente no es el mejor; sobre sus derivas, sus vicios y también sus virtudes. Pero necesita que se haga de una manera razonada y constructiva; necesita que reflexionemos con la cabeza fría y el corazón en calma. Porque la bofetada en caliente es fácil, pero me habría gustado creer que a estas alturas de la película todos sabíamos que sirve de poco. También en esto, imagino, me equivoco.