La autoestima oculta de la gastronomía

Artículo de Vicent Molins
Ante la profecía de la catástrofe, el otro reverso de un verano en el que si alguien ganó fue la gastronomía. Quizá, alguna vez, también habría que preguntarse todo lo que se ha hecho bien.
Por Vicent Molins
08 de septiembre de 2020

"Comer es un acto místico, convierte cualquier cosa en ti mismo", expresaba Manuel Vicent, por el 2006. Por seguirle el hilo, salir a comer afuera sería una manera de externalizar el misticismo.

Debe ser por eso, por la mística que va más allá del racionalismo, que depende del pálpito, por lo que una de las cosas más inmediatas que ocurrieron después del (primer) confinamiento fue recuperar el hábito de ir al bar, al restaurante y a la casa de comidas. Con mamparas de tres metros, senderos en flecha o barreños de gel hidroalcohólico. En algunas ubicaciones tampoco se notó mucho la diferencia: demasiados proyectos de interiorismo ya habían convertido mucho antes los restaurantes en yinkana.

La mayoría de usos previos a la catástrofe sanitaria se han mantenido en un espeso limbo. Muchos de los sectores ni tan siquiera avistan las primeras señales de viabilidad. Otros tantos buscan a su público como quien anda tras un trébol de cuatro hojas. Y… sin embargo, cuántos restaurantes han vuelto, cuántas mesas han recibido otra vez a su público, cuántas persianas subieron de nuevo. Entre todas las actividades a las que me he montado este verano, sin duda la del comer es la que contó con mejor parroquia. Sufridamente, claro, que es tiempo de trinchera, pero allí de vuelta, al dónde comemos hoy, al dónde te apetece cenar mañana.

Aquejados de una fascitis en el carácter por la que se tiende a la falta de autoestima, el sector gastronómico tiene, en cambio, motivos para el orgullo. Se nos deleitarán con decenas de informes anunciando la fallida total, exigiendo respaldo sistémico, pero que el oportunismo no impida ver este otro reverso: el gastronómico es, quizá, el hábito colectivo que mejor ha resistido. Ante la duda, a comer fuera, demonios. Como un rito, el rito místico, a muchos comer aquí y allá nos convierte, definitivamente, en parte de lo que somos, nos normaliza. Sin ello somos un poco menos nosotros.

En mitad del culto a la debacle, saquemos algo de tiempo para esto otro: 1/ muchas cosas bien ha hecho el sector gastronómico en España para generar afinidades a prueba de epidemias, ha generado una necesidad más allá del aluvión, 2/ no se trata únicamente de desear aquello que se ausenta o no se tiene, sino también de reivindicar lo que permanece… y cuántas cosas han permanecido contra todo pronóstico, 3/ cómo relucen ahora los que, en lugar de tan solo atraer al cliente accidental cuidaron al recurrente… y ganaron así también al accidental, 4/ por puro coste de oportunidad los grupos que mejor manejan las escalas resistirán mejor el oleaje más duro de esta crisis; que no olviden el punto anterior.

No saldremos mejor, saldremos menos y saldremos peor. Todo tenderá a ser un poco más precario, recorreremos la vida y las mesas con poco margen de error. Por eso, o pese a eso, la responsabilidad de quienes dan de comer será todavía mayor. Quienes elijamos plato y destino lo haremos buscando la precisión máxima.

Quien pueda, estará allí. El hábito se mantendrá. La pasión de comer en un restaurante, bombeará. Traicionar esa confianza se pagará el doble.