Descarte

Artículo de Carmen Alcaraz del Blanco
Para la mayoría de restauradores, la 'nueva normalidad' implica nuevo escandallo y nueva logística, por lo que no queda otra que retocar la carta y explorar las alternativas al soporte tradicional, aunque eso ponga en riesgo uno de los momentos más íntimos entre cliente y restaurante.
Por Carmen Alcaraz del Blanco
12 de junio de 2020

Pedro Salinas sostenía que quien redacta una carta, además de pensar en el receptor, se escribe a sí mismo. De esta guisa imagino hoy a los restauradores que reformulan sus cartas, las que sin sello ni código postal siempre han conseguido llegar a su destinatario, que es el comensal. La imperativa 'nueva normalidad' exige cambios de guion en el discurso culinario de cada casa. Nuevo escandallo y nueva logística conllevan una nueva carta que, por primera vez, debe evitar el contacto. Malos tiempos para la lírica, sobre todo la del papel, la de las hojas que brotan entre lomos de polipiel, bajo la moderna pinza de una tablilla de madera o cosidas en un librillo que se come con los ojos.

Para el gourmand, abrir la carta no es un trámite, sino el arranque de una narración. Ese índice culinario nos ayuda a previsualizar la trama completa, a conocer el número de actos, a distinguir los interludios de las arias. El tiempo se congela y gobierna el silencio del lector. Durante unos minutos, la carta enmudece el ballet o el guaguancó de la sala, el pop de los descorches y el jazz de los cubiertos. Porque la lectura de una carta es una proyección sinestésica donde las palabras emanan sabor, perfume y textura. Las palabras maridan, queman y crujen. Las palabras lubrican, nos hacen la boca agua. Una carta no solo alimenta las ilusiones del presente, también las promesas de un futuro. Puede convencernos de volver, antes incluso del primer bocado. O engañarnos. Una carta nos cuenta siempre más de lo que el dueño cree y menos de lo que el cocinero sabe. Revela a la vez que intriga. Es un letal espejo y también pura seducción.

No todas las cartas del ayer perecieron. Algunas dormitan en colecciones privadas bajo la custodia de conservadores secretos que supieron y saben valorarlas. En mi cabeza son una sociedad arcana, tan clandestina que ni siquiera su especialidad tiene nombre. Son los cartógrafos del sabor del tiempo. Para consuelo de curiosos y pobres, existen las ephemeras, las secciones en archivos, bibliotecas, universidades y museos dedicadas a materiales que no se produjeron para durar, como las recetas domésticas, las invitaciones de baile y los décimos de lotería. Es ahí donde se preserva el género epistolar de la gastronomía, donde se protegen menús de todas las décadas, celebraciones y bolsillos. Cartas que captaron el espíritu de su época a través de su impresión, caligrafía, ilustración y diseño gráfico. Cartas que revelan la evolución léxica y políglota de la hostelería, que fueron cuna desacomplejada de extranjerismos y neologismos. Cartas con jerarquía, estrategia y picaresca. Cartas con platos de domingo que acabaron sirviéndose el jueves. Cartas austeras de merenderos alegres y cartas churriguerescas de banquetes tristes. Auténticas cartas de amor de cocineros, cocineras, maîtres y propietarios a su clientela fiel e infiel. Cartas que son bodegones escritos.

A pesar de su historia y de la experiencia íntima que brinda, los agoreros aseguran que la carta táctil tiene fecha de caducidad. En estos tiempos virulentos, lo aséptico previene y manda, por lo cual se propone su completa transformación digital. Algunos iluminados apuestan por el QR, que es ese código de barras cuadrado que nos reenvía a la web del restaurante. Es decir, en vez de acceder directamente a su página, te descargas una aplicación que te lleva a su página. Es como construir una segunda puerta pegada a tu puerta. La desescalada ya ofrece escenas dignas de Berlanga o de Groucho Marx, con mesas donde los mismos portamenús que antes contenían la carta impresa, ahora muestran un código impreso. Mientras, los que no tienen tiempo que perder cambian el negro sobre blanco de la tinta en papel, por el blanco sobre negro de la tiza sobre pizarra. Y los camareros recuperan el mester de juglaría con la carta cantada. Incluso en estos días, no hay gesta sin poesía.