Calificar, clasificar y, ¿qué más?

Artículo de Alexandra Sumasi
No tengo claro que sea necesario poner nota a los establecimientos hosteleros, más allá de que destaquen por su buen hacer. ¿No es suficiente la elección del público? "Por sus llenos se les conoce", opino a veces. Mas no creo indispensable acotar en listas con supuestas distinciones los lugares a visitar.
Por Alexandra Sumasi
14 de julio de 2021

Seguramente empezaron muchas guías, pero la más notable fue la Guía Michelin. De tener únicamente Estrellas, implantaron los Bib Gourmands (restaurantes destacados con menús por menos de 35 euros, sin bebida), El Plato Michelin (cocina de calidad) y, recientemente, los Estrella Verdes (reconocimiento a la sostenibilidad medioambiental). Ahora, ¡tachán! Llegan los Soletes. Quienes no tengan Soles, ¡tendrán Soletes!

Decía recientemente el compañero Jorge Guitián en estas mismas páginas que “en España hay 40 restaurantes”, y sí. En cuanto a los artículos y ríos de tinta que provocan, su apreciación se ajusta a la realidad. Pero en listas con distinciones, el número resultante es, a todas luces, superior. ¿Es necesario dar premios a todo el mundo? Sobre todo cuando la supuesta excepcionalidad no es más que un espejismo, y muchos de los reseñados no le llegan ni a la suela de los zapatos a otros que, a la chita callando, mantienen un negocio de calidad sin necesidad de solecitos, estrellitas o emes.

No niego que recibirlas pueda dar unos instantes de orgullo, pero seguro que más orgullo se siente teniendo un público constante y contento que pueda permitir al propietario y a todas las personas que emplea vivir de su trabajo. Sin más complicaciones.

Basta salir un poco del endogámico mundo gastronómico para descubrir que hay lugares de los que nadie habla en público pero que son estupendos y, ¡sorpresa!, se ganan muy bien la vida, con una clientela fiel y satisfecha. Hacen un trabajo muy correcto, sin fanfarria ni jactancia, recibiendo el mejor de los premios: la sonrisa de sus comensales.

Por el contrario, los hay con todas las distinciones habidas y por haber, y llegas a su puerta, guía en mano, en la tablet, en el teléfono o memorizada cual foodie -con permiso de Gemma Bargues (aquí, querida, la palabra me aporta el cariz que quiero dar a la frase)- y te encuentras con un local vacío, una comida insustancial y una atención soberbia que hacen pensar que los inspectores te han mentido como bellacos. Y lo hacen, ¡vaya si lo hacen!

No quiero faltar a la verdad, en cualquier caso. Una buena parte de los distinguidos son de calidad y llevan a cabo su trabajo con seriedad, pero no confundamos eso con la excelencia. Hoy día aupamos la normalidad a una categoría de excepcionalidad, y cuando encontramos algo excepcional, ¿cómo lo vamos a calificar? Ni todo el monte es orégano ni vivimos en un secarral, pero hay una gran distancia entre decir “me ha gustado mucho este plato” a “con este plato he tenido la experiencia gastronómica más alucinante de mi vida”. Y de paso, se nos aparece la virgen de Lourdes. ¡Ya basta de exagerar! Al final, con tantas distinciones y premios creamos monstruos ávidos de atención, con una tolerancia a la frustración bajo mínimos, y con tales ansias de reconocimiento que rozan la enfermedad mental.

En conclusión, harían bien restauradores, cocineros y comensales en quitarle importancia a listas, distinciones y brillibrillis varios, y concentrarse en lo que está bien hecho, se reconozca a nivel global o entre los habitantes de su recóndito pueblo.