Una noche cualquiera seremos invencibles

Artículo de Albert Molins
Compartir el pan, la sal y el vino nos ayuda a tejer complicidades, relaciones y amistades. La gastronomía compartida no nos hará inmortales, pero nos hace invencibles.
Por Albert Molins
28 de julio de 2022

Una noche cualquiera soñé que mi hijo menor cumplía el compromiso adquirido y me regalaba esa botella del Domaine de la Romanée-Conti que me tiene prometida. Nos la bebíamos entre viñedos de la Borgoña, mientras él me explicaba —una vez más— que lo único que pedía era tener una vida interesante —¡y qué más se le puede pedir a la vida!— y Aubert De Villaine nos contaba las aventuras del príncipe de Conti.

Otra noche, una cualquiera, quizás una de esas tropicales que dicen que ahora tenemos con más frecuencia que hace dos o tres décadas, soñé con una barbacoa en una casa con una piscina, tampoco muy grande —ni la casa ni la piscina—, en la que nos juntábamos amigos y asábamos un cordero entero en la brasas. La cosa se alargaba y el almuerzo transmutaba en cena y nos sacábamos de la chistera, o sea no sé muy bien de dónde —cosas de los sueños— hogazas de pan que convertíamos en rebanadas, tostábamos y frotábamos con tomate, mientras preparábamos inmensas tablas de embutidos y quesos. Y la noche se hacía eterna y nosotros con ella.

Tampoco hace mucho tiempo, una noche como cualquier otra, soñé la mesa del comedor de mi casa extendida a todo dar y rodeada de sillas desaparejadas. Esa imagen siempre es el preludio de algo grande y bonito: una bacanal, mucha gente y comida. Cada cual había traído algo: que si unos quesos —somos mucho de quesos—, que si un capipota, que si un fricandó, que si una docena de botellas de vino. Y allá sentados estaban Maria, Miquel, Oscar, David, Gemma, Antoni, Lluís, Txell, Mel, Carmen, Elena —que acaba de ser mamá de una niña preciosa—, el otro Miquel y Eduardo —filósofos los dos, uno permanentemente angustiado, siempre vital el segundo— y otro Lluís alias Tiriti, Alberto, Rosa y quizás Júlia —mi peque añorada— que había venido de Madrid para vernos, pero sobre todo para comer con nosotros. Y comíamos y bebíamos mucho, pero rajábamos muchísimo más y creíamos, con la verdad que otorga el vino, que la revolución es posible.

Alguna noche, una cualquiera y sin importancia, también soñé que estaba en Galicia y que Jorge y Anna me llevaban a la costa da Morte. Yo callaba y solo les escuchaba hablar de viejas conserveras, de pan, de empanadas de berberechos, de masas de maíz, de vinos en pendientes imposibles en la Ribeira Sacra... Y yo calladito, calladito, feliz de escuchar y dejando que la lluvia me calara los huesos.

O esa noche, sí una cualquiera, que soñé dos sillas en una playa en Port de la Selva o en Cadaqués —¡qué más da!— y Oriol y yo sentados en ellas, como dos jubilados, compartiendo una botella de vino y hablando de cualquier cosa menos de restaurantes, recetas y cocina.

Ya ven. Estos son algunos de mis sueños gastronómicos. Algunos hechos realidad y otros por hacer, pero siempre son así. Algún idiota pensará que son poca cosa y como que es idiota, pues se equivocará. Es verdad que no son, en general, caros, pero sí son valiosos. Algunas cosas con las que sueño solo cuestan dinero y eso es, en el fondo, de poco valor.

Comer —como dijo alguien mil veces citado— es una fiesta, y las fiestas tienen que ser compartidas. Lo realmente importante de cada uno de los sueños que les acabo de contar son las personas que aparecen en ellos. Sí, claro, nos gusta comer bien, pero eso no pasa —necesariamente— por poner el sueldo de dos meses en la mesa. Por contra, tejer complicidades, relaciones y amistades tiene un valor incalculable. Y no hace falta que les diga que compartir el pan, la sal y el vino mantiene la buena salud de nuestras relaciones.

Nunca he entendido que en las crónicas gastronómicas, ahora que algunos de mis compañeros han abordado el tema en sus columnas, se obvie este aspecto. La gastronomía compartida es mucho más gastronomía y mucho mejor. Quizás es que los críticos y comentaristas no tienen la suerte que tengo yo, y la mayoría de las veces en las que comer debería ser una fiesta lo hacen solos. La soledad del crítico, vaya mierda. Toda para ellos.

¡Estimats! No lo dudéis, cada vez que compartimos el pan, la sal y el vino, sabemos con certeza que no somos inmortales, pero que —sin duda— sí somos invencibles. ¡Venceremos!

Me quedaría un sueño por contarles. Pero ese me lo guardo para mi. Sé que siempre será eso, un sueño. No siempre se hacen realidad. Y ese ya lo he soñado dos veces. Pero a veces hay cosas que no están en el menú y hay que conformarse con devorar los recuerdos hasta que no quede nada de ellos o hasta que no duelan.