Un botellón en las alcantarillas

Artículo de Rosa Molinero Trias
Érase una vez una ciudad que celebró un banquete en las alcantarillas a las tres y media de la tarde. Así lo recuerda la fotografía de Adolf Mas, que el viernes 24 de mayo 1907 capturó la inauguración de los tramos de alcantarillado de las calles Entença, Rocafort, Calàbria y Comte Borrell, entre Gran Via y Consell de Cent, en el Eixample de Barcelona.
Por Rosa Molinero Trias
06 de abril de 2022

Imaginamos –y esperamos– que ese día, la alcantarilla estaría tan limpia y olería tan bien como un coche nuevo. Seguramente, todavía no habrían sido invitados sus habitantes definitivos –fuentes fidedignas aseguran que en distintas ocasiones se ha visto en acción la versión catalana de las Tortugas Ninja, es decir, a Lluís, Lluïsa, Remedios y Salvador robándose unas cervezas de los lateros que allí las guardan y planeando un asalto al MACBA, asalto que siempre termina en una visita a hurtadillas y en comer pa amb tomàquet frente al Rinzen de Tàpies.

Junto a ellos, ratas y ratones, cucarachas, moscas, mosquitos, gases tóxicos y quién sabe qué otros animales, no llegaron a tiempo para el banquete. Su rezago les regaló solamente las sobras, de las que dieron buena cuenta. No quedaron ni los centros florales y los corchos de las botellas que se abrieron fueron empleados como flotadores una vez las aguas negras empezaron a fluir por estas nuevas venas subterráneas de la ciudad.

A tan acontecimiento caudal acudió el alcalde Domènec Sanllehy –esposo de Anna Girona i Vidal-Quadras, marquesa de Caldes de Montbui e hija del banquero, entre otras labores, Manuel Girona–, toda una caterva de concejales, vocales y otros políticos municipales, y el escritor Narcís Oller, que retrató agudamente la Barcelona del cambio de siglo y a sus protagonistas en La febre d’Or o La Bogeria, y que seguramente se lo pasó de lo lindo en tal escenario.

El periodista que narró la crónica del acto para La Vanguardia del día siguiente (que contenía una errata monumental en el propio nombre del periódico) no dudó en titular su pieza ‘Las cloacas de Barcelona’, y decía así: “De regreso de la excursión, en el mismo interior de la cloaca, en mesas adosadas a una de las paredes de la misma, que en el trayecto correspondiente a ellas hallábanse adornadas con guirnaldas de rosas y claveles, sirvióse al alcalde, concejales e invitados un lunch, que consistió en ‘sandwich de brioche’, champaña y cigarros habanos”.

Entre el humo de los puros, primer perfume de las cloacas junto a las rosas y los claveles, el alcalde dijo lo siguiente: “Desde el fondo de esta cloaca, que constituye una parte de la magna empresa acometida por el Ayuntamiento de Barcelona para sanear nuestra hermosa, nuestra incomparable ciudad, felicito cordialmente a cuantos han cooperado a ella. La obra realizada, la que se halla en vías de ejecución y la que se realizará próximamente (...) demuestran el empuje, la vitalidad potente de Barcelona, pues únicamente ciudades que como la nuestra han llegado ya a la plenitud de su desarrollo y cultura, y tienen conciencia de su vigoroso poder, son capaces de llevarlas a feliz término”. Las palabras del señor Sanllehy fueron recibidas con salvas de aplausos, dice el cronista, pero Sanllehy se equivocaba.

Sanllehy se equivocaba porque Barcelona no habrá llegado a la plenitud de su desarrollo y su cultura hasta que legalice el botellón. Y no lo digo yo –en realidad, sí– lo dice el síndic David Bondia, que ha estado estudiando el fenómeno que, como es normal, ya se está produciendo por encima de la ley. Cree que eliminar los botellones es tarea imposible, a no ser que empiecen a electrocutarnos el codo cuando lo doblamos hacia la boca en mitad de la calle, quiere que en Barcelona se hagan botellones con ‘seguridad e información’. Su adjunta, Eva Garcia, expresa una voluntad de no imponer el espacio para el botellón: “no podemos decir dónde tienen que estar estos espacios, sino que tienen que pensarlo en diálogo los jóvenes y la administración”.

A diferencia de Garcia, yo sí quiero imponer un lugar para hacer botellón, y ese lugar son las cloacas de la ciudad. En concreto, las cloacas bajo las superilles, donde a día de hoy, pero en la superficie, ya están teniendo lugar tremendas jaranas a la altura del corral de la Pacheca. De momento, se ha llamado a estos puntos con el decepcionante nombre de ‘botellódromos’. Más a la altura de ‘la vitalidad potente’ de nuestra ciudad me parece ‘El Triángulo Golfo’, tan sugerente que me lo guardo para el bar que nunca abriré, y que ha sido acuñado por las vecinas y vecinos del Poblenou, precisamente, las que viven cerca de la superilla de la calle Pere IV, entre Zamora y Badajoz, y que están fritísimas del ruido.

¿Será que si en 1907 fueron capaces de organizar un lunch, ahora no podremos organizar un botellón, que requiere mucha menos logística? No sé en qué estado estarán las cloacas bajo las superilles –ni me importa, francamente, porque no pienso bajar. Sin embargo, si las ganas de organizar sarao en plena calle son tales, me imagino que a nadie le importará descender al subsuelo para trincar de lo lindo en un espacio completamente insonorizado que en poco tiempo, estoy segura, sería nombrado como el Berghain barcelonés.

Ojo, no se me vaya a entender mal. Yo estoy en contra del ruido y el desmadre que molesta a deshora, pero estoy a favor de que se pueda beber en la calle sin miedo a una multa. ¿Por qué no iba a poder recrear yo una suerte de Déjeuner sur l’herbe con mis amiges en un parque de Montjuïc? O para la que cuando todo cierra o para el que no puede o no quiere seguir pagando copas, ¿por qué no tener la opción de tomarse cualquier cosa, a unos decibelios aceptables, con el viento fresco, dulce y yodado, que trae la primavera a nuestra ciudad de madrugada?

Mi sugerencia está hecha. Dejo a manos de la administración decidir si el traslado entre unos y otros puntos de botellón podría hacerse mediante vehículo de uso público. Quien sabe si nuestras Tortugas Ninja se postularían para gondoleras.