Política de pitiminí en el restaurante

Artículo de Albert Molins
Si un cocinero quiere dar más protagonismo al mundo vegetal que lo haga porque le da la gana, no porque, por vuestra culpa, sienta toda el peso de la lucha contra el cambio climático sobre unas espaldas que ya tiene muy fastidiadas.
Por Albert Molins
16 de marzo de 2023

Si hace dos semanas les hablaba sobre las expectativas, hoy quisiera hacerlo sobre la responsabilidad o más bien sobre el exceso de la misma que a menudo nos empeñamos en que deben soportar las espaldas, ya de por si muy fastidiadas, de los cocineros. El otro día leía a alguien que decía que la proteína animal dejaba de estar en el centro del plato y que acompañaba a las verduras, las frutas y los hongos para potenciar su sabor y que este era un camino que comensales y chefs tenían que recorrer juntos o se avecinaba un nuevo fracaso en la lucha contra la crisis climática.

Bueno, pues vale, pues adiós.

Es evidente que si no queremos que este planeta se vaya definitivamente a la mierda, todos debemos implicarnos, pero que sobre los cocineros recaiga la tarea de convertirse en prescriptores medioambientales y/o dietético-nutricionales me parece que es pedirles demasiado. ¿Quiere decir esto que la sostenibilidad les debe ser completamente ajena? En absoluto, pero esta exigencia de que se conviertan en pedagogos de la lucha contra el calentamiento global me parece excesiva. Entre otras cosas porque, no sé ustedes, pero como mínimo yo, a los restaurantes, voy a otra cosa.

Claro que me encanta y prefiero que un restaurante se abastezca de aquellos productos y productores que tiene más cerca. Si encima la proteína animal viene de ganadería extensiva y de pesca sostenible, pues mejor que mejor. Ya si la sostenibilidad empieza por los de casa, y veo a un equipo feliz y bien pagado, que puede tener una vida cuando sale del trabajo, entonces cuidado que me enamoro. Y esto último, sí es algo que los comensales deberíamos haber empezado a exigir a los restaurantes que visitamos hace mucho tiempo y que ante lo cual, sin embargo, seguimos prefiriendo mirar hacia otro lado.

Que diseñe sistemas para reducir o evitar el desperdicio de alimentos y que la climatización y la iluminación del local estén pensadas para tener el menor impacto posible no conseguirán otra cosa que aún tenga más ganas de ir a comer a ese sitio, pero yo a los restaurantes voy a comer y a disfrutar, y si me empiezas a racanear con determinados productos, porque te han puesto la cabeza como un bombo con que tienes que ser una Greta Thunberg con mandil, pues vamos a tener un problema.

Es una obviedad que con platos que den más protagonismo a los vegetales se puede gozar igual, puesto que —y esta es otra perogrullada— eso depende más de la pericia del cocinero que no de la naturaleza del ingrediente, siempre claro —tercer lugar común de la noche— que la calidad del mismo cumpla con unos mínimos, que en este caso deben ser máximos. Y como no hay tres sin cuatro, siempre que dichos productos vegetales no vengan de la otra parte del mundo —obviedad, tras obviedad— porque en un restaurante del Pirineo siempre voy a preferir un entrecot de vaca bruna que un aguacate del Perú, para poner, y para hacerme entender, un ejemplo exageradísimo.

Pero como les decía, yo a los restaurantes voy a disfrutar. Ya si eso, en mi casa —y como mucha otra gente— procuro ser un agente del cambio y he reducido el consumo de carne, reciclo lo que puedo —confieso que podría hacerlo mejor— y trato de que lo que compro tenga un origen lo más cercano posible. Pero yo como mucho más en mi casa que en un restaurante, así que cuando voy, pues qué quieren que les diga, no quiero asistir a un meeting político. Quiero comer lo que quiera y sin tener que sentirme culpable. De hecho, aquí estamos muy a favor de los placeres culpables, porque el exceso de virtud es considerado el peor de los vicios. No se puede ser inmaculado siempre y, por tanto, ya basta de pedirle a los cocineros lo que no nos exigimos ni a nosotros mismos.

Sin duda, sigo pensando que comer es un acto cargado de significación política y revolucionaria, quizás de los últimos que nos quedan. Pero me parece fatal el cuchipandismo y el happyflowerismo como tendencia que se está imponiendo. Vamos todos a decir que la carne es caca en todo momento y en cualquier situación porque es lo que mola.

Hasta la mismísima polla, de este pensamiento dogmático y casi religioso. Si un cocinero quiere dar más protagonismo al mundo vegetal —como dicen los cursis— que lo haga porque le da la gana, no porque, por vuestra culpa, sienta todo el peso de la lucha contra el cambio climático sobre esas sus espaldas que ya tiene muy fastidiadas.