Pertenecer al mediodía

Artículo de Lakshmi Aguirre
El cierre de la hostelería durante el mes de noviembre nos ha dejado huérfanos de esa banda sonora que celebra las horas intermedias. También sin malos alumnos.
Por Lakshmi Aguirre
23 de noviembre de 2020

Los sábados por la mañana pertenecen a los niños. Los mediodías, a sus padres. La banda sonora de la Euskadi de fin de semana se compone de toques de balón en las plazas, del timbre de las bicicletas, de un intercambio de cromos y de algún llanto. Constituyen el intermezzo más o menos cómico que da pie al choque de txakolís, al tenedor en el pintxo de tortilla, al murmullo alegre de hombres y mujeres que celebran el aire incluso si se arranca por chaparrones.

Este sábado es diferente: algo pende de un hilo. Bilbao está a la espera. Quienes ocupaban las barras de los bares hacen cola ahora en las aceras, fuera de pescaderías, carnicerías, tiendas de platos elaborados y de vinos, pastelerías y panaderías. La celebración se ha domesticado. "¿Has notado el silencio?", me pregunta mi madre. Cómo no. Los sábados se han vestido de domingo al atardecer.

Pienso en San Sebastián y en cómo sonará su cogollo histórico. Pocos días antes de la orden del cierre de la hostelería vasca, la tasca donostiarra A Fuego Negro anunciaba que su persiana no volvería a subir. Lo hacían a través de su cuenta de Instagram. Cientos de comentarios transmitían el pesar de clientes, vecinos, compañeros de profesión y periodistas. Cualquier pérdida es un duro golpe, pero la de A Fuego Negro hacía temblar los cimientos de la Parte Vieja de la Bella Easo.

Amaia García de Albizu y Edorta Lamo desmoldaron el pintxo durante la primera década de los 2000. Lo liberaron de su rebanada de pan y palillo ensartado y le aportaron vanguardia, calor y asombro. Inauguraron, en la línea que ya había anticipado La Cuchara de San Telmo, otra forma de vivir la tradición y desencorsetaron la alta cocina para divertirse y divertir al personal.

La primera vez que jugué a un menú degustación de pintxos fue allí, en ese garito teñido de negros y rojos, carteles, ilustraciones y música funk. Era un julio de jazz en el que la genialidad también brillaba en las cocinas. Recuerdo perfectamente la aceituna rellena de gelatina de vermú, la esfera de salmorejo sobre migas ibéricas, la tosta de merengue de cereza con tartar de txitxarro y queso de oveja y menta. Eran tres de los siete platillos que componían la ruta del pintxo que recorrías sin moverte del sitio. Eso sí: provocaban que te revolvieras en tu propio asiento.

Otros años, durante otros festivales y otros amores, llegaron las 'black rabas', las 'navajas con sangre', la 'endibia kotxina con migas de leche', el 'MakCobe with txips' o el 'porrupatathai'. Nada de aquello tenía que ver con las paradas que había hecho con mi abuelo desde niña en Casa Alcalde y su mosto y pintxo de txaka -el bautismo en esto de los pintxos sabe a mahonesa y uva-. Tampoco con las de mi padrino en Paco Bueno y sus gambas con gabardina o en las bechameles de La Viña con quien quiera que fuese. Esta era otra historia. Y era divertidísima.

Henri Langlois, uno de los cofundadores de la Cinémathèque Française, se quejaba en los 60 de que ya no existían los malos alumnos en el cine. Con malos alumnos se refería a aquellos que eran capaces de llevarse por delante lo existente y de construir algo nuevo desde cero. Amaia y Edorta eran y son de esos. Y las instituciones vascas, como suele pasar en los claustros, no lo han sabido ver a tiempo.

Ahora hablo por teléfono con Amaia que vive a caballo entre San Sebastián y Cádiz. Yo he hecho el viaje inverso, de Málaga a Bilbao. Nos reímos. Me cuenta las razones -evidentes- del cierre: el agujero que se hace más negro mes a mes, la falta de apoyo institucional, la necesidad de mediadores durante una pandemia que "ha criminalizado a la hostelería de manera injusta cuando hemos cumplido las normas escrupulosamente". También la gentrificación, esa otra enfermedad del XXI que ha dilapidado negocios y alquileres clásicos.

No habrá un A Fuego Negro en La Caleta. Tampoco en Donostia. No son de quedarse esperando a que pase el invierno. El fuego se apaga, "y se apaga". Queda la reinvención de la que tanto se habla como si fuera la tabla de salvación a la que todo el mundo puede agarrarse. Sin embargo, ella se muestra enérgica: no es la primera vez que inventan algo. Sabe que pueden volver a hacerlo.

Mi madre y yo volvemos a casa en silencio con una lubina salvaje de dos kilos que va a ir directa al horno. El txakolí está enfriándose en la nevera. Las gildas y el vermú nos entretendrán un rato. Mi hijo recorre el pasillo con su bicicleta y toca el timbre y pide cromos de Peppa Pig. Sin embargo, este sábado de noviembre ya no suena a otro cualquiera. Éste ya no nos pertenece.

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