Elogio del desayuno solitario

Artículo de Albert Molins
Durante el desayuno hago las paces con el mundo, conmigo mismo y con cuanto hijo de puta me hizo la vida imposible el día anterior.
Por Albert Molins
09 de junio de 2022

Desde hace un tiempo, confieso que la comida que más disfruto es el desayuno. No deja de sorprenderme. Da igual si es en casa, los sábados y los domingos o en el bar de la esquina el resto de la semana. De hecho, no está en la esquina, sino en la manzana de enfrente, pero ustedes ya me entienden. Que por cierto, he tenido que cambiar de bar. Celso y su mujer se han jubilado, han traspasado el local, se han largado a Galicia, el Royal ahora se llama Kepler y el mundo es un sitio un poco peor.

A ver, no he puesto los pies en el Kepler y no lo pienso hacer. Sé que no me va a gustar. Lo que antes era un bar en el que te podías zampar un bocadillo con un pan medio decente -¡qué drama esto del pan!- y un chorizo, jamón, queso que se dejaban comer en una mesa de madera y sentado en una silla también de madera, se ha convertido en una cafetería moderniqui, que parece más la clase de una escuela que un bar.

Los bares tienen que ser bares y parecerse a un bar, con su dosis justa de mierda en suelos, paredes, sillas y mesas incluida. El Kepler tiene sillas y mesas como los pupitres de una escuela, lo que además de incómodo es absolutamente ridículo.

No contento con eso, en una de las cristaleras anuncia que tiene nachos veggie. Sí, sí, nachos veggie. Hay que ser sádico. Imagino que deben ser con uno de esos quesos plant-based. ¡Puaj! También hacen bocadillos, pero raros, imaginativos que diría algún retrasado mental. Dejemos la imaginación para el sexo, sinceramente, y permitamos que los bocadillos sean como hacer la postura del misionero, clásicos y como deben ser por favor. Qué manía con que todo sea imaginativo, la verdad. Qué pereza.

Así que no he puesto los pies en el Kepler y no lo pienso hacer. En caso de que me esté perdiendo algo, es algo que no me interesa. Como una película de Bergman. Probablemente sean muy buenas, pero no me interesan en absoluto.

Ahora desayuno en un bar que llevan una hija y su padre que pasan el día peleándose. Son un auténtico coñazo, pero el suyo sí que es un bar. Minúsculo, oscuro y con esa dosis de mierda con pátina y lustre que termina de convencerte de que estás en el bar correcto. La semana pasada incluso presencié como, en este antro de bocadillos macanudos, un chico intentaba ligarse a una mexicana que iba completamente bebida y, al día siguiente, el inicio de una despedida de soltero, con el novio vestido de torero como mandan los cánones de la estulticia. El pan sigue siendo un pequeño drama, pero los embutidos son de campeonato, mucho mejores que los que tenían Celso y su esposa. Mañana toca bull negre, por cierto.

Yo desayuno siempre solo. Incluso cuando mis hijos están en casa o cuando he tenido pareja, por lo que solo he recibido reproches e incomprensión -como "¿no me has esperado para desayunar juntos?"-. No de mis hijos, claro. Ellos están en esa edad en la que lo que más valoran es que les dejen dormir una hora más. Y encima son como yo: unos santos varones.

De hecho como solo y ceno solo la mayoría de las veces, pero el desayuno es mi momento del día, son esos 40 minutos que me dedico por completo y en exclusiva, y por eso hacerlo en condiciones y en el lugar apropiado es tan importante. No es hasta el desayuno que le doy el pistoletazo de salida al día. Y no es hasta que termino de desayunar que empiezo a prestarle atención al mundo exterior.

Durante el desayuno hago las paces con el mundo, conmigo mismo y con cuanto hijo de puta me hizo la vida imposible el día anterior. Si no fuera así, lo de Un día de furia sería una fiesta en un chiquiparc comparado con la que yo liaría. De verdad, prueben el acto onanista de desayunar solos durante una semana. Si lo hacen, comprobarán que no hay marcha atrás y encima me lo agradecerán el resto de sus vidas.