El experimento frizzante

Artículo de Jorge Guitián
Una broma en redes sociales, uno de esos juegos para pasar el tiempo una tarde de verano, es suficiente para sacar a relucir los resquemores, antipatías y los tópicos que aún dominan el imaginario relacionado con la cocina contemporánea.
Por Jorge Guitián
22 de septiembre de 2021

Estaba en el supermercado. Y juro que por una vez no tenía ninguna intención de crear revuelo. Curioseaba por los pasillos del centro, de una de esas cadenas populares en las que los cambios y las novedades suelen confirmar tendencias. Cuando aquí llega la trufa -o lo que sea que se parezca más o menos vagamente a ella- es que la trufa ha entrado en la cultura popular; cuando llegan los langostinos crujientes, es que han venido para quedarse.

Así que me gusta estar atento a las novedades, a qué dicen esas referencias recién llegadas sobre lo que consideramos atractivo, deseable y moderno en este momento. Y de pronto me encontré con un verdejo frizzante, uno de esos vinos que, me temo, proponen con la intención de captar a un público más joven, menos aficionado al vino, que busca bebidas ligeras, dulzonas, casi un refresco. Uno de esos vinos para gente que quiere beber cosas que no parezcan demasiado un vino y, al mismo tiempo, tengan un aspecto actual.

En fin, ahí estaba esa botella, al lado de ese moscato azul que me deja siempre con el culo torcido, pero que ahí sigue. Ahí estaba, a 1,69€ la botella. Y una pareja se para frente al expositor. El ejemplo de su público objetivo. Poco más de 30 años, cervezas IPA en el carro. “¡Oh, mira! ¿Nos llevamos un verdejito?”.

Así que se me ocurrió publicar algo en Twitter, una broma sin mayor trascendencia. “Aterroriza a alguien con solo dos palabras. Venga, empiezo yo: verdejito frizzante”. No tenía más intención que distraerme un poco, quizás provocar un cierto debate, que alguien me llamase snob, que me preguntasen qué tiene ese vino de malo. Yo qué sé. Es final de agosto, por la tarde, y estoy haciendo cola en la caja del súper, entendedme.

Pero empiezan a llegar las respuestas. Algunas, lo reconozco, me arrancan una carcajada. Dos palabras que hacen que se masque la tragedia, que no auguren nada bueno, que aunque en alguna ocasión puedan funcionar suelen ser el preludio de más de un disgusto. “Brunch instagrameable”, “foodie influencer”, “local trendy”, “marisquería económica”. Todo en orden. No esperaba, sin embargo, el giro que dio la conversación.

Empiezan a salir todos esos tópicos que, si bien fueron originales en un momento, aparecen ahora por todos lados: gastro bar, cocina honesta, cocina viajera, gastro taberna, cocina canalla, cocina democrática. Y no es que no los esperase, pero me sorprende ver cómo hay tanta gente que les otorga ya connotaciones abiertamente negativas.

Alta cocina, comenta alguien. Chef estrellado. Crítico gastronómico. Y, junto a ellos, empiezan a aparecer nombres concretos. Es aquí cuando se me encienden las alarmas. No porque la charla en cuestión tenga importancia alguna sino por lo que estas respuestas, combinadas con las del párrafo anterior, parecen indicar.

Hay, sigue habiendo, una desconfianza manifiesta hacia la alta cocina. Y esto, sin entrar en si es justa o no, es algo que debería preocuparnos porque evidencia un fracaso estrepitoso de comunicación. Es el síntoma de una derrota.

No se ha conseguido. Creo que podemos empezar a asumirlo. Aquello que alrededor del cambio de siglo empezó a mencionarse como una meta, conseguir democratizar la alta cocina, lograr quitarle el tufo a naftalina y despojarla de elitismo para acercarla a un público más amplio es un objetivo que sigue estando hoy tan lejos como hace 30 años.

A lo largo de estas décadas se han publicado cientos de libros de cocina y gastronomía, más que nunca antes en la historia de España, se han emitido miles de horas de programas de temática más o menos gastronómica, casi cada capital de comarca ha organizado demostraciones y degustaciones, competiciones tipo Top Chef a pequeña escala, concursos de tapas, jornadas temáticas dedicadas al producto de referencia en la zona, a la cocina cervantina, a Emilia Pardo Bazán. O a Las Grecas, da igual. Cualquier pretexto es bueno para llevar a la gente a los bares.

Le han contado a quien quisiera escuchar que eso es cultura, que eso es la Gastronomía Española, con mayúsculas. Pero no. Eso no es cultura. Unas patatas fritas en un aceite de pésima calidad exhausto por el exceso de uso, servidas con un poco de mahonesa recién sacada de un tarro y emplatadas, si acaso, con un pellizco de cebollino por encima no son cultura -o sí lo son. Y entonces me dan aún más miedo-. Por mucho que las presentes como tapa a concurso en las jornadas de la cocina de Pío Baroja, por ejemplo, que estoy seguro de que en algún lugar se habrán celebrado.

Todo eso, en realidad, más que afianzar nada ha sido y sigue siendo un inmenso error. Hemos dedicado años y cantidades ingentes de dinero a promover que la gente consuma lo que sea, con tal de que consuma. A devaluar la calidad. Mientras llenábamos los bares vaciábamos de contenido la gastronomía.

Una de las claves de este desencuentro reside, en mi opinión, en que en muchos casos este tipo de acciones se han promovido desde el ámbito del consumo o el comercio de la administración y no desde la cultura. Es decir, ha primado lo económico sobre el contenido. Se trataba de llenar los bares, los restaurantes y las vinotecas, no de hacer algo con carga conceptual. Que vengan, que eso es lo importante. Ya les serviremos algo.

Ahí están las notas de prensa. Hablan siempre de cifras de visitantes, de número de tapas vendidas, de cientos, de miles de menús servidos. A poco que te pares y eches mano de la calculadora puede que los números no salgan, pero, qué demonios, quién va a hacer esas cuentas. Nunca, en ningún caso, se habla de objetivos perseguidos, de contenidos, de lo que se buscaba con esa convocatoria, de qué han aportado esas jornadas o esa ruta de la tapa a la mejora de la gastronomía de la zona o al conocimiento de la obra y la vida de Francisco Pizarro, Alfonso IX, o La Niña de Los Peines y su relación con la gastronomía (si la hubiera).

Hemos ido convirtiendo la gastronomía en un bien de consumo, en una banalización permanente, en un todo vale. Y se ha hecho desde la administración, pero también desde la empresa privada. Que aquí hay para todos.

En estas dos décadas largas, ya casi tres, de reinado glorioso de la Vanguardia Española han pasado cosas maravillosas, es cierto. Hemos dado saltos de gigante y sería cínico negar los progresos que se han producido. Pero al mismo tiempo hemos caído con frecuencia del lado del exceso.

La Cocina del Discursito, decía David de Jorge. Y me costaba darle la razón, porque creo que la cocina debe tener un discurso coherente detrás, una ambición más allá que simplemente dar de comer algo rico. Pero a veces, bastantes veces, he tenido que callarme y otorgar.

El plato grande y la ración pequeña. El tópico que nació a principio de los años 70 de la mano de la Nouvelle Cuisine y que sigue hoy tan vigente como entonces. Y de nuevo, aunque me duela, hay que darle la razón de vez en cuando. Porque, no, no es habitual que salgas con hambre, pero sí lo es, sin embargo, que la cuenta te duela. Porque tal vez no seas un especialista en escandallo, pero todos nos damos cuenta de que ese huevo a baja temperatura con migas y espuma de patatas es muy resultón, pero está ahí para abaratar con escaso disimulo. Y que sí, que es tan noble una sardina o un jurel como un besugo o un rodaballo, pero es que rara vez caemos del lado del rodaballo, ya es mala suerte. Y generalizo, sí, soy injusto con alguno, estoy seguro. Pero esto ocurre.

O porque recuerdas cuánto cobraban en ese restaurante hace 10 años y lo que ganabas por entonces. Y ves lo que cobran ahora, miras a continuación a tu sueldo y te cuesta entender qué ha pasado. ¿No estábamos democratizando todo esto?

Ocurre con frecuencia. Tal vez no en esos 100 o 200 restaurantes que son la punta de lanza, pero ocurre. Negar la existencia del monstruo no hace que desaparezca. Las últimas estadísticas a las que tuve acceso afirmaban que en España sólo un 20% de la población sale a comer a restaurantes por ocio (no por trabajo, por necesidad en ruta o por celebración) más de una vez al año. Y que el gasto medio por persona rondaba los 20€. El 80% de la población no va a ir nunca a Mugaritz, A DiverXO o a Disfrutar. No va ni al estrella Michelin de su provincia, ni al restaurante resultón de la ciudad con menú degustación a 33€ y opción de maridaje por sólo 6€ más.

A donde van, con suerte, ellos y buena parte del 20% restante, es al restaurante del que se habla en el pueblo o en el barrio, a ese que les han dicho que en cualquier momento ganará una estrella (no pasará), a ese que ya no sirve los mejillones al vapor, con rodaja de limón opcional, y que opta por saltearlos con galanga y Tokaj para servirlos, 7 en un plato, perfectamente colocados en fila, con mahonesa de ponzu y haba tonka, salsa teriyaki y brotes de shiso. Y unos granos de sal negra decorando el borde.

Van a ese local, que tal vez ganó las dos últimas ediciones de la ruta de las tapas galdosianas de la comarca, cuyo cocinero tiene una sección semanal en la radio local y es presencia imprescindible en cualquier acto que organice la administración turística correspondiente. Y no entienden nada. Porque por cada cocinero en esa gama que hace cosas interesantes hay al menos otro que se ha pasado de frenada, porque por cada plato innovador pero con sentido hay al menos otro seguidor de la escuela filosófica que Philippe Regol ha bautizado con acierto como “tú ve poniendo”.

Por eso, a pesar de los esfuerzos, a pesar de los logros, a pesar de los avances incuestionables y de las muchas alegrías que nos llevamos los que buscamos un poco y estamos dispuestos a movernos, la incomprensión sigue imperando.

Por eso en la recta final de 2021 tenemos dos opciones: tirar de una vez la toalla y aceptar el fracaso o hacer borrón y cuenta nueva, empezar prácticamente desde cero, bajar el nivel de intensidad y exigir a administraciones, asociaciones y escuelas sentido común, criterio y cierta dosis de exigencia. Porque ellas son el motor que puede enderezar el rumbo. Porque la alternativa es la incomprensión, la brecha creciente y la pérdida de cualquier valor que pueda tener la gastronomía más allá de la pura transacción económica. Me parece un precio desorbitado para vender un puñado más de tapas. Con su vino por tan solo 1 euro más.