Cocinar en tiempos de coronavirus

Artículo de Albert Molins
La cocina no es una cueva en la que refugiarse en tiempos de crisis, ni para cocinar necesitamos todo este tiempo que el maldito virus parece que nos ha dado. La cocina es un espacio de luz y cocinar un acto de amor.
Por Albert Molins
28 de abril de 2020

Un cronista patrio escribía el otro día que, en estos tiempos de coronavirus, mucha gente había vuelto sus grupas hacia la cocina, convertida -y cito- "en la última madriguera". Ya sé que lo decía en el sentido de refugio ante la adversidad a la que la pandemia nos tiene condenados y fritos, pero no me negarán que es una expresión feísima y que mal vamos, y peor favor le hacemos, si consideramos la cocina como un escondite más que como el lugar de socialización, convivencia y felicidad que es en realidad.

Sin duda, los tiempos que vienen llaman a la puerta de la épica y o los afrontamos con optimismo y racionalidad a partes iguales o mucho me temo que van a ser más difíciles de sobrellevar. De todos modos, dejen que me contradiga a mi mismo.

Es verdad que las redes sociales hierven estos días de gente que se filma con sus smartphones entre pucheros y sartenes humeantes, que exhibe orgullosa sus macarrones, sus asados y sus loquediosquieraqueseaeso. Qué bien, ¿no? Pues no, la verdad. Todo mal.

Bueno, quizás todo no. Sin duda, que se cocine me parece estupendo. Siempre he defendido y defenderé lo importante que es que se cocine en los hogares. Luego les cuento por qué. Y añado: calentar una pizza precocinada en el microondas no es cocinar. Pero hasta la polla de que estos días la excusa para volver a entrar en esa cocina, a esa auténtica madriguera para muchos, y a la que -presumo- habrán tenido que limpiar las telarañas, espantar a los murciélagos y echar a escobazos a los topos, sea un "es que ahora, como tengo tiempo…".

Y también los cocineros -que por desgracia sí es cierto que tienen todo el tiempo del mundo- se han animado a hacer vídeos en los que enseñan a cocinar recetas sabrosas y resultonas, aunque siempre hay al que se le va la pinza e incita a la gente a saltarse el confinamiento en tres comunidades autónomas para conseguir los ingredientes, “porque ahora, como tenéis tiempo…”.

Incluso el faro de occidente de la gastronomía mundial está haciendo una especie de come back tour, con gran éxito de crítica y público -aunque no alcanzo a comprender las razones- y armado con una tablet, delantal y un libro de recetas de 2011 -entre ellas unos espaguetis a la carbonara con nata, si la memoria no me falla- explica cosas, porque cocinar, pues como que no. No sé, a lo mejor él no tiene el tiempo ese que a todos ustedes les sobra.

Bromas a un lado, más que cocinar en tiempos del coronavirus, parece que cocinamos con el tiempo que el coronavirus nos ha dado y que antes no teníamos, o como mínimo no para cocinar. Y eso es lo que me irrita y es a lo que voy. (No está mal; seis párrafos para llegar al meollo). Lo que me cabrea es el mensaje profundamente perverso y falso que hay detrás de todo esto y que no es otro que para cocinar se necesita tiempo. Pues mira, no. Para nada. Jamás. Not, non, niet.

El problema es que, y ya me perdonarán, ustedes no tienen ni pajolera idea de lo que es cocinar. Y no me refiero a sus habilidades culinarias, sino a que no entienden qué es lo que significa e implica. Cocinar no es hacer como si cada día fuera Navidad, ni tan solo como si cada día fuera domingo. Cocinar no es hacer sólo recetas complejas y largas, ese asado de tres horas o esa escudella de cinco cada día de su vida. Eso es celebrar y, por cierto, está muy bien con pandemia o sin. Cocinar tampoco es, por supuesto, tratar de emular a ningún cocinero y reproducir, más o menos, sus platos.

Un viejo periodista me decía el otro día que en esta vida “todo es política”, y una filósofa me recordaba que cuando a la antropóloga Margaret Mead le preguntaron qué era lo más importante de todo aquello que nos define como humanos, esta respondió que, sin duda, el hecho de que nos preocupamos los unos por los otros. Vaya, que si nos rompemos el fémur podemos estar bastante seguros de que alguien nos llevará al hospital para que un médico nos ponga una escayola. Si eres un hurón y te rompes el fémur, no esperes que otro hurón te ayude, quizás con suerte te devore y alivie así tu sufrimiento.

Pues cocinar, amigos míos, es nada más y nada menos que esas dos cosas. Siempre ha sido eso, con pandemia y sin ella. Y no, no requiere dedicarle muuuuuchas horas. Cocinar es política porque implica tomar decisiones que tienen efectos más allá de nosotros mismos. Decisiones que impactan en el mundo en el que vivimos y, sobre todo, en las personas que lo habitan. Y eso apela directamente a lo que Mead decía que nos define como humanos.

Cocinar empieza con la lista de la compra. Una compra que si es consciente, y debería serlo, debe ir mucho más allá, antes de meter en la cesta cualquier ingrediente, de preocuparnos exclusivamente por el placer que nos va a proporcionar cuando nos lo zampemos, y debería hacer que nos preguntáramos cosas como si eso que estamos a punto de comprar contribuye a la soberanía alimentaria, si todo lo que contiene el carrito nos lo vamos a poder comer o va a acabar en la basura, si va a ayudar que mejoren las condiciones de vida de aquellos que lo producen, da igual en qué parte del mundo estén, o si por el contrario los va a empobrecer.

También deberíamos interrogarnos sobre qué tal le va a sentar al planeta, y a sus agricultores, que compremos esos aguacates que vienen de la otra punta del ancho mundo, en lugar de esos tomates de un productor local. Y por supuesto, debemos ser conscientes del impacto de lo que comemos en nuestra salud y en la de aquellos que comen en la misma mesa que nosotros cada día. Cuidarnos, cuidar a los otros. Margaret Mead de nuevo.

Luego ya se trata sólo de llegar a casa y ponerse a cocinar y hacerlo de la forma más fácil posible. Y me dirán, pero oiga, esto que cuenta usted requiere de mucho tiempo: planificar, comprar, cocinar… No es cierto. A mi la compra semanal no me lleva más de una hora a la semana y la hago en el mercado municipal de mi barrio.

Pero es igual. En un supermercado también se venden productos frescos. Y por cierto, excepto los primeros días de histeria, la verdad es que mientras los anaqueles de pizzas precocinadas están perpetuamente arrasados, la secciones de verduras y hortalizas permanecen prístinas y virginales. En un supermercado también podemos hacer buenas elecciones.

No hay excusas. La tecnología nos pone al alcance de un clic miles de opciones de compra de alimentos de calidad de productores dispuestos a traérnoslos a casa si hace falta. Quizás les interese saber que, con el confinamiento, muchos de ellos lo están pasando muy mal. También las flotas de pesca artesanal pasan por un momento complicado. Si ya les comprábamos poco, ahora nada o casi nada.

Y eso, mientras tanto, vivan y cocinen para llenar su Instagram de fotos que demuestran el buen aspecto de esa beuf bourgignon, de esa zarzuela y, sobre todo, esas hogazas de pan, con su bien de masa madre y esa greña tan en su sitio. No sé qué pasa que estos días todos ustedes están haciendo pan, me parece, por encima de sus posibilidades. No pasa nada.

Recuerdo que una vez, entrevisté al responsable de una panificadora de esas que hacen el pan que luego descongelan en las panaderías donde lucen tan bien, saben menos bien, y al día siguiente sólo sirven como ladrillos para levantar murallas. Me contaba que se temía que la mayoría del pan que hace la gente en casa, y en el que invierte tanto tiempo, después resultaba incomible. Arqueé una ceja y pensé, que bueno, pues como el de la mayoría que se vende hoy en día. Así que empate en Las Gaunas.

Estos días, que almuerzo y ceno en casa, no tardo más de veinte minutos en tener la comida lista. Normalmente, el resultado no me da para la foto en Instagram, aunque alguna cosa subo. Claro que no hago según qué. Pero como muy bien, se lo puedo asegurar. Un pescado al horno se hace solo, unas legumbres estofadas también, una ensalada, un sofrito que lo podemos hacer por kilos y congelar…. No, no es verdad que cocinar requiera tener el tiempo que el coronavirus creemos que nos ha dado. No, si no pretendemos, claro, comer cada día como si fuera Navidad. El tiempo siempre ha estado allí.

Una confesión: yo también dejé de cocinar con la excusa de que no tenía tiempo. Todo cambió cuando, después de llegar a pesar más de 100 kg, me topé con una dietista maravillosa que me dijo que no entendía que no cocinara si tanto me gustaba comer. Me obligó a volver a cocinar y adelgacé. Mucho.

Y por último, dejen que vuelva a Margaret Mead por un momento. Miren, cocinar es una de las mejores maneras de preocuparnos por las personas que queremos y de demostrarle a alguien que nos importa. Por tanto, es una de las cosas que más y mejor definen nuestra humanidad. Pocas cosas me producen mayor satisfacción que cocinar para mis hijos, para mis amigos o para la mujer a la que tanto he amado y ya no está. Es igual, no me arrepiento de nada. Cocinar -atención que llega el momento cursi- es una de las mejores muestras de cariño, la mejor declaración de amor… Cocinar es sexy.

Ninguna epidemia, desde la peste negra a la gripe española, ha sido eterna. Todas empezaron un día y acabaron otro. Los daños y las heridas que nos dejaron ya son harina de otro costal. Con la de la Covid-19 pasará exactamente lo mismo. Si alguien me peguntara cómo me gustaría que fuera el mundo cuando todo esto haya acabado, lo tengo claro, aunque mi natural escéptico me haga ser poco optimista.

Me gustaría algo menos de hedonismo vano, y que todos nos preocupáramos un poco más los unos de los otros. Algo de esto ha surgido estos días y que seguro que vamos a necesitar. De ser así, y si no es flor de un día, cocinar deberá ser parte muy importante de ello. La cocina y cocinar es luz y amor. No es una puta madriguera.