Y treinta años después los franceses nos derrotaron

Artículo de Albert Molins
La vanguardia que un día asombró al mundo ha fracasado porque ha descubierto que no era sostenible y tampoco sirvió para internacionalizar la cocina española.
Por Albert Molins
17 de noviembre de 2021

A muchos no les gustará lo que voy a decir, ni estarán de acuerdo, pero ¿saben una cosa? La vanguardia culinaria española, esa gran revolución de la cocina de la que tanto presumen y presumimos, ha terminado en un auténtico fracaso. Lo pensaba ayer mientras veía en las redes -dónde si no- las fotos de algunos de los platos que se servirán en el restaurante popup a cuatro manos entre Albert Adrià y Alain Ducasse.

Porque después de poner a la cocina y a los cocineros franceses a parir durante treinta años, hemos terminado donde ellos nos querían: creando platos que consisten en ponerle dos toneladas de caviar a lo que sea -en este caso piel de bacalao con caldo de setas, erizo, garbanzos y espardeñas- como si estuviéramos sentados en una de las mesas del Ami Louis. Y en el fondo esto es lo de menos.

Además, el fracaso es rotundo porque ahora hemos descubierto que, con contadas excepciones, el chiringuito no era sostenible a menos que tuvieras una legión de aprendices de hechicero dispuestos a trabajar gratis -por usar la expresión de Lisa Abend- y un ejército de clientes extranjeros que te llenarán el libro de reservas.

Y cuando resulta que el ejército se bate en retirada y se empieza a hablar de que quizás hay que empezar a pagar sueldos más dignos, no lo duden, también a los trabajadores de la alta cocina, entonces se dice claramente que habrá que subir los precios de los restaurantes. Y se agradece que se diga abiertamente, claro, pero después de repetir durante treinta años la falacia de que España había democratizado la alta cocina, ahora resultará que estaremos como en Francia, con cuentas de 700 euros por persona en los restaurantes top.

El resultado puede ser que si hasta la fecha la alta cocina en España interesaba a cuatro y la podían pagar dos, ahora seguirá interesando a cuatro, pero no habrá Dios que la pague, porque el modelo era el low cost -como el turismo y tantas otras cosas- y ahora será alta costura, como mínimo en el precio.

La alta cocina no es para todo el mundo y no pasa nada. No lo es porque por muy low cost que sea, sigue siendo mucho dinero para un país que nunca ha atado los perros con longanizas. Y tampoco lo es por su propia naturaleza, como tampoco lo son la ópera, el ballet o el teatro experimental, si es que tal cosa existe. E insisto, no pasa nada y por este motivo esa palurdez de la democratización daba y da risa.

Pero es que la bendita vanguardia tampoco ha sido un modelo de éxito que los cocineros de otros países se hayan animado a imitar, huelga decir por qué. El modelo era inasumible en países en los que a nadie se le ocurre tener a gente trabajando gratis o a nadie se le pasa por la cabeza apretar demasiado a los proveedores con los precios, por decir solo dos factores que son clave en la cuenta de resultados de un restaurante… De cualquiera, por cierto.

Ni mucho menos fue un vehículo de promoción de la cocina española de toda la vida. No hay más restaurantes de cocina española por el mundo de los que había hace treinta años, porque la vanguardia no tuvo nunca en cuenta, por no decir directamente que despreció, la cocina del lugar.

Y de nuevo con todas las excepciones que se quiera. Por lo tanto, era imposible que ese ejército extranjero al que hacía referencia estableciera una relación entre esos restaurantes maravillosos -que lo eran y lo son- y maravillosamente baratos, y una gastronomía que les apeteciera buscar una vez volvían a su país. Si además, el resto de días y en el resto de lugares en los que comían, el resultado era pachinpachan, pues ya ni les cuento.

Estaremos de acuerdo que no sucede lo mismo con la cocina italiana, ni mucho menos con la francesa, que es sin duda la gran cocina internacional del mundo. Y lo es por muchos motivos, pero también porque en su día hubo una alta restauración francesa que hacía una cocina que después era reconocible cuando el turista o quien fuera comía en el bistrot de la esquina.

Nos podemos ir de viaje a Francia y comentar, con todo el desdén aristocrático que queramos, que si la Tour d’Argent eso, que si Le Taillevant eso otro, que si Le Grand Vefour lo de más allá, y que los bouchons de Lyon son agradables y simpáticos, pero todos estos lugares contribuyeron a poner la gastronomía francesa en el mundo de una manera que la vanguardia no ha hecho con la española. Es que ni de coña, vaya.

Porque lo que Francia ha sabido crear es una marca de verdad y no esta broma de la Marca España, que al parecer solo se basaba en eslóganes, congresos gastronómicos con putas y cocaína y, eso sí, en repetir que nosotros éramos los más creativos del mundo mundial. Pero ahora, válgame Dios, hemos descubierto que la creatividad no es sostenible. Mira tú por dónde.

La vanguardia ha fracasado y se ha medido muy mal su éxito. Se ha sacado la vara de medir equivocada. Como explica Francesc Torralba en su libro Món volàtil, en los tiempos que corren el éxito se mide por la repercusión mediática del personaje público o del hecho. Además es efímero y dura hasta que llega la siguiente novedad. Encima no se tolera el fracaso, y por eso todos los niños progresan adecuadamente en las escuelas.

Y aquí estamos, con uno de los buques insignia de la denostada cocina francesa de toda la vida convenciendo a uno de los padres de la vanguardia española para que se deje de leches y que se venga con él a París para abrir un restaurante que ahora es popup, pero mañana ya se verá, y de que ponga mucho caviar en los platos.