Subvertir los códigos en Palermo

Artículo de Albert Molins
La cocina, como toda actividad humana, tiene sus códigos. Cosas que nos parecen normales en un restaurante, nos parecen una excentricidad en otros. No vaya a ser que lo que sucede es que nos ponen delante del espejo de nuestro propio papanatismo.
Por Albert Molins
02 de febrero de 2023

Las redes sociales son una fuente inagotable de material para los que nos dedicamos a escribir. Si hace unas semanas les explicaba la algarabía descontrolada que se vive en el restaurante Mariscos a lo bestia, hace unos días me topé en Twitter con el vídeo de otro local que me dio que pensar. De hecho fueron dos, de dos restaurantes distintos, pero ambos situados en el barrio de Palermo de Buenos Aires. Ni idea del nombre, pero quizás Carina Perticone, gastrónoma, antropóloga de la alimentación y doctoranda bonaerense pueda darnos más detalles. Yo, de momento, paso a relatarles, tan brevemente como pueda, lo que mostraban esas imágenes.

En el primero, un camarero deposita una copa de vino en el centro de un plato. Lo hace situando la copa de forma invertida. O sea, no apoyándola por el pie. Y todo porque el recipiente contiene unos penne a la nosecuantos que el camarero deja caer en el plato, con cierta parsimonia afectadísima. Es como si desmoldara un puto flan delante del cliente, pero con penne vayaustedasabercómo. El twist plot final es que en el pie de la copa hay el queso rallado que culmina la performance, y que con un golpe seco de muñeca termina encima de los penne, mientras el resto de la mesa observa embelesado como si toda esa gestualidad fuera la preparación de un lienzo de Grant Achatz o de Dabiz Muñoz.

Vamos a por el segundo. Una pareja sentada en su mesa pone las manos en señal de oración delante de un plato hondo enorme, como un lavamanos de esos de diseño. En esas, aparece un camarero con una jarra de chocolate derretido y lo vierte encima de las manos de sus clientes, que al primer contacto del chocolate, imagino que no muy caliente, empiezan a hacer como si se las enjabonaran, y una vez las tienen bien pringadas, pues ya se pueden imaginar. Se empiezan a lamer, a chupar y rechupetear los dedos para comerse el puto chocolate. Una vez más, a los protagonistas del vídeo se les ve felices y contentos de participar del show. Digo yo que el chocolate debía estar de rechupete (guiño, guiño, codazo, codazo).

Pues nada, resulta que en Buenos Aires también les gusta subvertir los códigos. Creo que Carina tiene alguna cosa escrita al respecto y, en todo caso, seguro que tiene alguna idea que aportar. Hubo quien en un comentario de una de las grabaciones se mostraba partidario de arrasar Palermo de la faz de la Tierra.

Aunque los dos vídeos sean de locales de Buenos Aires, seguro que en Madrid, Barcelona, París o Roma se pueden presenciar espectáculos más o menos iguales y en restaurantes de más o menos el mismo estilo, porque lo que las imágenes dejan claro es que en ningún caso se trata de locales perteneciente a la aristocracia de los restaurantes.

Hay ciertos efectos, cierta gestualidad, cierta puesta en escena que si nos las sacan de los restaurante de haute cuisine nos chirrían más que las ruedas de un coche conducido por El Vaquilla. Lo que sucede es que las mismas escenas en otro contexto nos parecen de lo más normales, cuando no una genialidad divertida y sorprendente. Hay cosas que permitimos en un determinado contexto y consideramos fuera de lugar y una horterada en otro.

Sin duda la alta cocina ha contaminado con su grandilocuencia —y seguramente sin tener ninguna intención— a todo el resto de restaurantes. No sé si eso es a lo que se referían algunos cuando hablaban de que la alta restauración había dignificado la cocina tradicional. Imagino que no. Pero no es menos cierto que hace tiempo que en locales de toda condición y pelaje aparecieron guiños estrafalarios en forma de vajillas —los odiosos platos de pizarra, por ejemplo— y de emplatados fuera de lugar, que un día iniciaron su andadura en un Michelin. Pero insisto, en otro contexto tragamos alegremente con lo que nos echen y no escatimamos elogios hacia la inveterada imaginación del chef.

También hay una restauración fuera del glamour que ha creado su propia escenografía, pero me temo que esa misma subversión de los códigos. Personalmente, odio las cervezas servidas en botes de mermelada y las patatas fritas en mini cestas de freidora. ¿Pero quiénes somos nosotros para criticar nada?

Si un día permitimos y nos puso cachondísimos que un camarero nos diera de comer directamente en la boca o que nos tirarán la comida por la mesa, ¿de verdad ahora nos vamos a quejar por unos macarrones servidos desde una copa al plato? ¿Sí vale en Mugaritz, pero no en Palermo? Que el problema no sea que en Palermo nos ponen delante del espejo de nuestro propio papanatismo.

Les escucho.