Mugaritz: la primera de las primeras veces

Artículo de Lakshmi Aguirre
En el cine de la nouvelle vague la mesa es un espacio en el que se reflexiona sobre la vida, el paso del tiempo y las relaciones humanas. La gastronomía es ritual, ancla, una manera de darle sentido a las cosas. En Mugaritz, en cambio, la mesa salta por los aires. Y con ella, nuestras viejas preguntas.
Por Lakshmi Aguirre
24 de mayo de 2021

Por eso te recibe en blanco. No hay vajilla, ni cubiertos. Ni una solícita servilleta. Solo un mantel y un plato escultórico partido en dos, producto, quizá, de ese estallido. Con el primer pase -un rostro en cerámica en el que un riachuelo de jaleas, flores y hierbas aromáticas pide a gritos un beso con lengua-, tomo conciencia de que vamos a rescribirlo todo y que yo, durante las tres horas que nos quedan antes de que un virus dictatorial nos obligue a marcharnos, voy a formar parte del equipo de Mugaritz.

Sin embargo, no existe la gramática en esta cocina. Igual que para Cortázar “la estupidez se llama triángulo” u “ocho por ocho es la locura o un perro”, para Andoni Luis Aduriz y los suyos lo extraño es una vía para el descubrimiento (y ¿para qué otra cosa habitamos el mundo?). De ahí que probar su cocina sea como tener un hijo: nunca se está preparado. Nunca se ha leído, escuchado, visto, saboreado lo suficiente. Viajado, a fin de cuentas.

Podría decir que del beso se engendra la naturaleza, que llega en forma de una esponja láctea, aceite de naranja y eneldo (recuerdo de la leche materna y del confort de un pecho descubierto), seguida, si así lo deseo (el camino de la naturaleza no tiene un orden correcto) por unos champiñones con toques de ajo y un abanico de espárrago blanco con vainilla, todo textura.

Podría acertar al prever la ligereza de una exquisita roca de foie con aceite de nuez y lías de un blanco de Burdeos (Chateaux D´Yquem) que sabe a queso y a chocolate blanco, y que descansa sobre un plato pesadísimo diseñado por Manu Muniategi que condensa en sí mismo toda la gravedad de la elaboración.

Podría pensar que al envolver yo misma un ragú de trompetas de la muerte y avellanas con una lámina elástica y viscosa elaborada a partir de mucílago vegetal estoy envolviendo la tristeza y que voy a tragarla para hacerla desaparecer. Pero en todos estos casos puede que me equivoque. O no. Es mi identidad la que estoy negociando en este no-restaurante.

De vez en cuando, el comedor calla. “Es una cocina de susurros”, me había dicho Sasha Correa, parte del equipo creativo de Mugaritz, el día anterior. Quizá de ahí el silencio: estamos todos afinando el oído, leyendo los labios de los platos para entender lo que nos están contando. El silencio lo rompe un crunch en un extremo de la sala. Le suceden otro, y otros. Los puntos suspensivos han dejado paso a los signos de exclamación.

Crunch. Aparece Andoni y coloca tres platillos frente a mí, no ante mí -aquí nada se rinde ante el comensal-. Crunch. “Esto es bacalao en tres texturas”. Crunch. Mira a su alrededor: “Creo que ya sabéis cuál es la primera”. Veo una corteza con pétalos blancos -la causante, evidentemente, de ese estruendo lípido-.

Veo un corte que se asemeja al de la cabeza de jabalí: “Lo hemos elaborado a partir de la proteína y el colágeno del bacalao”. Está veteado por gelatina de encurtidos. Sobre él, semillas de mostaza. Tiene algo de perturbador, de test de Rorschach en una película de los noventa. El plato sobre el que descansa está helado. La lámina comienza a fundirse en cuanto la tomo entre los dedos. Es un velo de mar y tierra. Ácida, salina. Textura-temperatura: un mantra cotidiano en el ritual de Mugaritz.

Veo una croqueta: “Está hecha solo con bacalao”, explica Aduriz. Le divierte. “¿A que parece que está rebozada en pan rallado? Pues no. Es bacalao. ¡Es brutal!”, afirma él mismo. Y deseo que me encante para responder a ese entusiasmo velado por una mascarilla y por el cansancio de una apertura. La croqueta me envuelve la boca sin pedir permiso. Condensa el sabor de una tortillita de bacalao en una untuosidad inesperada que se pega a la lengua, al paladar. Entiendo lo que quería decir con ‘brutal’.

Los de Mugaritz le acaban de dar un empujón a mi equilibrista interior, que se ha olvidado de colocar la red bajo la cuerda floja. Aquí trabajan con texturas absolutas, con sabores absolutos -incluida la insipidez-. El equilibrio, esa ecuación a través de la cual lo salado, lo ácido, lo dulce, lo amargo, lo cremoso, lo crujiente, lo esponjoso, lo frío y lo caliente urden el atraco perfecto al paladar, se vuelve acuoso: desalgoritmo.

Descifrar su lenguaje puede resultar agotador. Aduriz lo sabe, por eso intercala platos como el de espuma, concentrado y pan de txipirón, el de caldo thai con gamba blanca y almeja sobre piedra de mar -que, de nuevo, debo besar- o el de esparraguines con polvo de habas -hadas- con los que me permite reconectar los puntos en el mapa y tomar oxígeno para lo que se avecina.

Mastico el cartílago de una oreja de cerdo pensando que es nabo en juliana con salsa boloñesa, mastico unos ñoquis que resultan ser tendones de ternera sobre salsa de Idiazábal, mastico sesos de ternera… sabiendo que son sesos de ternera. Miento: solo los pruebo. “Con esto ya no he podido” le digo a quien recoge mi plato, que asiente comprensivo. En Mugaritz conviven con el desagrado con naturalidad. Es parte de su lenguaje.

Fuera diluvia, arrecia y vuelve a llover lánguidamente. También llueve en las películas de la nouvelle vague. Quiero repetir, aunque no sé si tendría sentido. Me gustaría hacerlo sin la presión del tiempo (es curioso, la pandemia nos ha impuesto una contrarreloj precisamente en una pista en la que no existe el espacio-tiempo) para tomarle el pulso a cada plato en su cadencia original. Me gustaría volver, no solo a Mugaritz, sino también a los cuatro años de un niño para enfrentarme a esa mesa (a la que previamente habré atado a todo su equipo creativo) y comenzar a encadenar porqués como ya hace mi hijo. Pero no hay pregunta más antigua que ésta. Y recordémoslo, ya había estallado antes de sentarnos.