La gastronomía en el relato íntimo de la premio Nobel Annie Ernaux

Artículo de Yanet Acosta
La concesión del Premio Nobel de Literatura a Annie Ernaux supone una conquista de lo íntimo en el relato para explicar una sociedad y en su caso también para explicar la gastronomía.
Por Yanet Acosta
11 de octubre de 2022

Quienes nos emocionamos con la reciente concesión del Premio Nobel de Literatura a la francesa Annie Ernaux, lo hacemos por lo que significa el triunfo de su trabajo: el reconocimiento de la indagación íntima a través de la literatura en un cuerpo de mujer. Y esta indagación es política y también gastronómica.

En Memoria de chica cuenta cómo se inicia en el sexo sometida a "una ley indiscutible, universal, la de una brutalidad masculina que, de todas todas, tarde o temprano, le habría tocado sufrir". Tras la experiencia cae en periodos de hambre provocada que no consigue vencer ("No pienso más que en la comida. Entré en la dinámica de existir en función de lo que podría consumir en la próxima comida, según el poder calórico del contenido de mi plato. La descripción de una comida, en una novela, me detiene tan brutalmente como una escena sexual"). A esto siguen episodios de bulimia ("Ella no sabe que va a volverse presa de la pasión más triste que existe, la de la comida, objeto de un deseo incesante y rechazado que no puede satisfacerse más que en el exceso y la vergüenza. Que ha entrado en una alternancia de pureza y mancha"). El cuerpo como realidad biopolítica.

El suyo, el de otras, el de demasiadas personas.

Su madre es parte importante de su vida y de su obra literaria. En No he salido de mi noche cuenta la degradación que vive debido al Alzheimer y describe cómo vuelven los miedos antiguos de la pobreza acumulando terrones de azúcar en los bolsillos. Migas después. Mierda en los cajones. Y el amor en los pasteles que le ofrece la hija cada vez que la va a ver a la residencia y que su mano ya no alcanza a llevar a la boca. Una madre que ya no es la que la llevó a comer en La mujer helada a un sitio elegante, donde la chica vivió (igual que tantas otras hemos vivido) la ansiedad de la primera vez, la incomodidad por no pertenecer a ese lugar y el miedo por no saber si tendrán lo suficiente cuando llegue la cuenta. Y la fuerza salvadora de su madre.

Y ahí estamos en un restaurante forzadas a elegir platos desconocidos, mi primera vieira, la espera ansiosa, y si no me gustara y si tuviera que dejarla, luego la isla vacilante que explorar con la cuchara y la lengua, el miedo después, tendremos bastante dinero para pagar todo esto, pero ella saca los billetes tranquilamente, no te preocupes, hoy somos ricas.

La chica se convierte en La mujer helada tras su matrimonio del que nacen dos hijos y las ganas de aprender a cocinar. Recuerda entonces a la madre de una amiga que un día la invitó a su casa en la que todo era bonito, tranquilo y los alimentos estaban preparados esperando en la mesa (nada igual que en su hogar de niña): "Orden y paz. El paraíso. Diez años después, soy yo la de la cocina resplandeciente y muda, la de las fresas y la harina, calcada, y reviento".

En casi todos sus libros aparece la tienda de comestibles familiar que también es bar. Quizás es ese recuerdo fijo que tanto ama como odia el que la lleva a escribir en Mira las luces, amor mío sobre el híper Alcampo del centro comercial de Les Trois-Fontaines de París donde compra habitualmente. Se trata de un ensayo desde lo íntimo. Un ensayo que complementa a otros como el tan bien documentado y pensado de Carolyn Steel (Ciudades hambrientas) que llega a la conclusión de que el lugar público (plaza, mercado) ha sido secuestrado por estas empresas privadas, que como bien capta Annie Ernaux son "un espacio de libertad y de la igualdad de acceso, abierta a todos y todas sin distinción de ingresos, vestimenta o identidad". El híper, sin miedos xenófobos, —añade— "se adapta a la diversidad cultural de la clientela, siguiendo escrupulosamente sus festividades. Ninguna ética, simplemente marketing étnico". Y explica con maestría un sentimiento que tantas veces me ha abrumado, la torpeza en las cajas de autopago. Son parte del juego: "la irritación que suscita una cajera considerada lenta se traslada al cliente". Y entre las reglas, el "sueño" de la libertad de poder elegir entre 50.000 referencias alimenticias ("utilizo alrededor de 100, quedan 49.900 que desconozco"). Pero no existe la variedad en la propiedad. Todo pertenece a los mismos: "Durante mucho tiempo ignoré que Alcampo pertenecía una familia, los Mulliez, que también poseen Leroy Merlín, Decathlon, Midas, Flange, Joules, etc. De la gente que ha acudido aquí hoy, imagino que pocos lo saben. Me pregunto qué ha cambiado para mí el hecho de saberlo. Son sombras. Seres míticos".

En Los años registra el cambio de la conversación en las sobremesas francesas. Después de la II Guerra Mundial, el relato lo monopoliza la guerra y el hambre. En los 60s se habla de cómo desaparecen unos edificios y aparecen otros y en los 70s se habla de las mejores marcas de coches, de las nuevas casas y de las próximas vacaciones. Y así —asegura— desertó la memoria de la mesa familiar.

Podría seguir repasando el resto de su obra, que gracias a la edición de Cabaret Voltaire —fue rechazada en su momento por Planeta, que conserva solo algunos títulos hasta que se extinga el contrato en unos años— y a la traducción de Lydia Vázquez Jiménez estamos disfrutando en su amplitud.

Y podría seguir hablando de la gastronomía que la escritora observa, porque la literatura es una mirada y en ella está o no la comida. En el caso de Annie Ernaux la gastronomía forma parte del discurso que arranca desde lo íntimo para convertirse en un espejo social y político. Una narración que invita a detenerse en las rendijas del alma. Las suyas, las mías, las nuestras.