Huidas y mejillones

Artículo de Jorge Guitián
Vivimos una época tensa, permanentemente crispada, en la que el griterío hace que cualquier debate acabe por perder el sentido. Es un tiempo en el que es necesario dar un paso atrás de vez en cuando y alejarse para no perder la fe. Y la cocina, normalmente la más sencilla, la de productos más humildes, puede ser el lugar en el que refugiarse.
Por Jorge Guitián
20 de julio de 2021

Me voy de vacaciones justo en los días en los que ha explotado el affaire chuletón, en ese momento en el que los argumentos han dejado atrás lo razonable -la escalada ha sido rápida- para caer en el terreno del bramido y los golpes en el pecho.

Me voy de vacaciones. Me marcho cinco días a la costa, sin ordenador, y apagaré el móvil. Seguiré escribiendo, pero será más difícil localizarme. Las vacaciones son un muro que uno se construye alrededor para escribir en paz, estar con quien quiere estar, olvidar horarios. Y para escapar del rugido.

Más adelante volveré a irme. Dosifico para tratar de mantener la calma, como si subiera a la superficie de cuando en cuando para tomar aire antes de hundirme de nuevo, pero de momento es esto. Aunque no es sólo esto. En mi cabeza es, en realidad, una bandeja humeante de mejillones.

Soy un ser carnívoro, disfruto de la carne, aunque hace años que me autoimpuse límites. Pocas cosas me gustan tanto como un buen embutido tradicional o como una carne de calidad a la parrilla. Y, sin embargo, cuando pienso en parar, pienso en mejillones.

Y así estoy, imaginando mejillones que luego, tal vez, serán en realidad unas navajas o unos berberechos, qué importa, mientras la cofradía del chuletón al punto se echa a las calles para ofenderse por algo que, les guste o no, nos guste o no, acabará ocurriendo. Y esos mejillones, en mi cabeza, humean aún con más intensidad.

Es curioso, porque en mi cabeza, como decía, soy un carnívoro convencido aunque culpable, pero cuando pienso en algo que me hace feliz es ese agua salada cayéndome por los dedos, esa explosión, apenas abierta al vapor, de sabor yodado y naranja: eso es lo que me viene a la imaginación.

Quizás tiene que ver con que esos sabores marinos son, para mí, sabores de la memoria. Son mi abuelo, sentado en una silla plegable, con la marea baja, rebuscando un par de almejas en la arena y abriéndolas con un cuchillo para tomárselas, al natural, allí mismo, acompañando a su cerveza. Son mi chapoteo en el agua, hace quizás 40 años, abriendo un berberecho contra otro, como si tratase de dar con el mecanismo de una caja fuerte, para notar luego como estallan, casi dulces, en la boca.

O tal vez tenga que ver con que son productos humildes, que valoramos poco simplemente porque son baratos. Porque en un momento que nos empeñamos en llenar de trufas, angulas y langostinos, siempre y en todo lugar hasta desvirtuarlos, un mejillón es un mundo. Un mundo en el que los productos valen por lo que son y no por lo que cuestan. Un mundo en el que un mejillón, uno solo, es capaz de barrer de golpe la frivolidad y la pose.

Vacaciones. Huir hacia donde uno es feliz. Mejillones. Silencio. Mar. Puestas de sol con los pies metidos en el agua. Imaginadme allí, porque hacia allí huyo. Porque allí estaré cuando leáis esto. Y porque eso, esa sensación de estar en casa, era también la gastronomía.