El turista siempre tiene razón

Artículo de Jorge Guitián
La gastronomía puede ser un importante activo turístico y, al mismo tiempo, el turismo puede convertirse en una herramienta de gestión del patrimonio gastronómico de enorme valor, cosas que con frecuencia olvidamos, especialmente en escenarios de afluencia masiva de visitantes.
Por Jorge Guitián
02 de septiembre de 2022

Somos una potencia gastronómica, dicen. El segundo motivo por el que los turistas nos visitan ya es nuestra gastronomía. Y, sin embargo, uno no puede evitar tener la sensación de que esas afirmaciones triunfalistas no siempre se corresponden con lo que está pasando a pie de calle.

Nadie le va a quitar el mérito a todo lo que ocurrió en elBulli, a unos Aduriz, Dacosta, Roca, León y compañía que han hecho más por la imagen gastronómica de España que un buen puñado de campañas institucionales; a artesanos que, a base de salir a contar su historia a otros países y de acumular premios internacionales consolidan este fenómeno, aunque de ellos se hable menos y rara vez ocupen el centro de la foto.

Aceptemos que ya tenemos la fama. Estupendo. Y ahora ¿qué hacemos con ella?

Estamos terminando ya lo más alto de la temporada turística en la mayor parte del territorio estatal, así que estamos en condiciones de poder valorar cómo ha sido el regreso del turismo en una situación de cierta normalidad. Y nada parece haber cambiado. Los turistas internacionales siguen viniendo en búsqueda de paella, de sangría y de jamón, mayoritariamente. A Valencia, a Córdoba, pero también a Oviedo, a Soria o a Castro Urdiales. Y en cuanto al turismo interior no es que la cosa se quede atrás, si la medimos en consumo de tópicos por minuto.

El que viene a Galicia, por ejemplo, viene buscando mariscadas, pulpo, pimientos de Padrón, del Padrón o como demonios les llamen, que a estas alturas ya no lo sé, pero a poder ser que no piquen mucho. Y nosotros aceptamos. Generalizo, lo sé, pero el hecho es que uno sale hoy a la calle, ve las cartas y con frecuencia se encuentra con que vendemos ahora el marisco que hay en verano, que alguno hay, y el del invierno, escatimando a veces detalles sobre su procedencia; el de aquí y el que nos llega en bloques de hielo de la costa de Perú, del Índico o del delta de algún río en el sudeste asiático.

Si a estas alturas una inmensa mayoría de los turistas que vienen buscando mariscadas a Galicia no ha aprendido que el langostino se da por estas latitudes fundamentalmente en aguas de la Ría de Mercadona, que la zamburiña es una cosa y que eso que te dan por ahí, más blanquito, más suave, es volandeira si tienes suerte, aunque más probablemente es vieira del Pacífico, salió directa del congelador a la plancha y es mucho más barata, igual es el momento de ir asumiendo que ya vamos tarde.

Si hemos entrado al trapo y, a lo que siempre se le llamó pulpo á feira le llamamos pulpo a la gallega si así vende más, y si lo quieren con patata debajo, pues con patata debajo, que eso, de paso, nos alegra el escandallo; si traemos los pimientos de Padrón de Murcia, de Marruecos, de Senegal o de casi cualquier sitio menos Padrón porque una buena parte del cliente no quiere pagar el pimiento de Herbón amparado por una D.O.P. (lo de que lo que se conoce sea el pimiento de Padrón y que la denominación de origen se llame de Herbón debería ser caso de estudio en las escuelas de marketing, porque vaya tela); si muchos paseos marítimos florecen en verano con raciones de calamar patagónico, navaja holandesa y esas almejas blancas, más baratas, italianas quizás, puede que de Alaska o chilenas que mi madre, de familia arousana, sigue mirando aún hoy con cara de sospecha, sin tener muy claro qué son exactamente, de dónde salen o qué necesidad hay, quizás podamos ir dando esta batalla por perdida.

Si vienen y quieren paella, pues paella, que para eso hay marcas que se dedican a eso y tenemos congeladores en los que guardarlas: marinera, mixta, con o sin chorizo, incluso paella carbonara si hace falta. O Tex-Mex. A su gusto. Y si quieren barras de pintxos a la donostiarra en Santiago de Compostela, en Zamora o en Lugo, pues adelante, que aquello de que la gastronomía es cultura está muy bien en los papeles, pero de los papeles no se come, salvo que sean para pedir una subvención o reclamar una ayuda. Entonces sí: la gastronomía es cultura, identidad, nuestra forma de vida y lo que haga falta.

La gastronomía podría ser una herramienta de desarrollo muy eficiente, capaz de aportar valor añadido —ese concepto que nos gusta tan poco y entendemos aún menos— a un turismo que necesitamos repensar con urgencia; podría ser un potente generador de imagen de marca, un elemento en el cual sentirnos reconocidos. Pero esto ya lo sabemos y, aún así, estamos mirando hacia otro lado.

Es posible que leas este texto y que pienses que soy un catastrofista. Puede ser. Te sugiero un ejercicio que será, al menos, ilustrativo: haz una búsqueda, a ver cuántas fiestas gastronómicas se le dedican en Galicia a la caldeirada, un plato icónico de la cocina marinera, de esos con los que nos gusta sacar pecho de vez en cuando. Y busca luego cuántas le dedicamos a la paella. Si eso no demuestra que algo está muy torcido, que la distancia entre el discurso y la práctica es abismal, no tengo muy claro qué puede hacerlo.

La diferencia entre la gastronomía como un valor cultural y la gastronomía como un servicio radica ahí, precisamente: en ofrecer lo que nos representa, lo que beneficia a nuestros productores y crea una imagen de marca potente y real o seguir ofreciendo lo que piden, como podríamos estar ofreciendo globos de colores o llaveros con la foto de El Fary, porque eso es lo que vende.

Imagínate conseguir que la gente viniese en noviembre a comer centolla, que estuviese dispuesta a pagar por un vino lo que realmente vale y se olvidara de esos packs de tres botellas por 7 euros que venden en las zonas más turísticas de mi ciudad. Imagínate un turismo gastronómico que no viniese a por paella del arcón congelador e hiciese cientos, tal vez miles de kilómetros, para sentarse en un café y tomar uno de nuestros dulces locales, como hacemos cuando vamos a Viena y nos gastamos un buen dinero, sin pestañear, en una porción de tarta.

Imagina que llegaran para pagar por una fuente de berberechos y mejillones, de calidad y sostenibles, que dejase dinero al hostelero, claro, pero también a los mariscadores más próximos. Que decidieran venir a finales de octubre para disfrutar de las castañas asadas por la calle, del frío en las manos y de tomarse un café al lado de una chimenea, como hacemos cuando vamos, a veces, a Irlanda, a Escocia o a los mercadillos navideños alpinos.

Imagina que fuésemos capaces de explicar el encanto de meses más fríos, más lluviosos, con más niebla y con otros productos —centollas, cocidos, magostos, caldo, percebes, lamprea, lacón con grelos, cacheira de cerdo, dulces de carnaval— que quizás podrían combatir mejor la estacionalización del turismo que seguir jugando la carta trillada del Galifornia e insistir en competir en una liga de sol y playa que nunca vamos a ganar y que solamente sirve para profundizar en el tópico y la estacionalidad.

Fantasea por un momento con que eso nos ayudase a modular los flujos turísticos, a mitigar la masificación al repartir a los visitantes a lo largo del año y a crear un tejido productivo viable todas las estaciones, generador de empleo estable, alrededor de esos iconos gastronómicos.

¿Te lo imaginas? Yo sí. Al fin y al cabo, siempre me ha gustado la ciencia ficción.