Perder una receta

Artículo de Jorge Guitián
La cocina es mucho más que el simple hecho de preparar un alimento para ser ingerido; es la suma de conocimientos, técnicas y rituales que añadimos a ese proceso y que lo convierten en una manifestación cultural única. Cuando perdemos una receta, cuando desaparece la cocina de una cultura, estamos perdiendo mucho más que maneras más o menos sabrosas de disfrutar de un ingrediente.
Por Jorge Guitián
11 de diciembre de 2020

Escribía el otro día mi compañero Albert Molins alrededor de la idea de las cocinas entendidas como lenguas, como manifestaciones culturales de un conjunto humano dado y, como tales, sujetas a las mismas normas y, por supuesto, a los mismos valores. Continuaba Molins estableciendo la relación entre lengua y cocina poniendo sobre la mesa, de hecho, el tema que ha acabado dando pie a este texto.

Cocinar es un hecho cultural. Esta verdad, tan incontestable por su carácter obvio, no ha estado exenta de polémica hasta hace bien poco. Y aún hoy, hijos como somos de una cultura de raíz decimonónica, reacios a deshacernos de prejuicios de clase, cuesta que mucha gente no la entienda como una cultura de segunda. Una cultura un poco menos cultura que la gran literatura o que el arte –clásico, se sobreentiende, validado y reconocido hace tiempo por otros que nos han dicho que eso es lo bueno- que está en los museos.

Es cultura, para ellos, pero de andar por casa. Y todo lo de andar por casa, ya se sabe, es secundario, menos importante que (léase con voz grave y engolada) La Gran Cultura. La clásica, la buena, la fetén.

Y así nos va, en estas cuestiones culturales. Y por extensión en lo que a la gastronomía se refiere. Porque esa gradación hace que prioricemos nuestros esfuerzos y, mientras tenemos asumido que es necesario restaurar un cuadro del Museo del Prado, nos cuesta asumir que se puedan dedicar recursos humanos y materiales a catalogar recetas, a entrevistar a cocineras y cocineros o a evitar, simplemente, que platos que cocinaban nuestras abuelas dejen de existir.

Con esa gradación estamos perdiendo a diario elementos que no podremos recuperar. Mientras centramos todos los esfuerzos en lo que nos han enseñado que es alta cultura (quizás a estas alturas podríamos empezar a cuestionarnos también esto) desaparecen, en esos otros rincones hacia los que no miramos, tradiciones orales, cuentos, leyendas, topónimos, conocimientos sobre oficios tradicionales. Y por supuesto también recetas. O cocinas enteras.

Este hecho sería dramático por sí solo. Platos que tomaron forma a lo largo de generaciones y que desaparecen ante nuestros ojos. Sabores que nuestros antepasados disfrutaron y cocinaron pero que ya nadie más volverá a probar nunca porque no les hemos prestado la atención necesaria, centrados como estábamos en lo que alguien nos dijo que importaba realmente.

Pero este hecho, terrible, es solamente la punta del iceberg. Esa pérdida es solamente una de tantas que cuajan asociadas a ella, como si de cerezas en un cesto se tratase. Sacamos un par, pero enredadas en sus tallos salen otras, que tal vez arrastren a su vez a otras y, finalmente, donde pensábamos que habría una fruta nos encontramos con cinco sobre la mesa.

La pérdida de una receta es, de hecho, una parte de la muerte de una cultura. Es un síntoma de la metástasis. Con cada receta que ya nadie más cocinará desaparece un vocabulario, un calendario gastronómico tal vez relacionado con las estaciones, con las celebraciones, con los ciclos de la cosecha y en el que quizás perviviesen más o menos ocultos vestigios de un calendario pagano que nos ha acompañado durante miles de años y que, sin ser conscientes, estamos viendo morir.

Con cada plato que desaparece muere una parte del idioma de la comunidad en la que esa receta tuvo origen, pero desaparece también parte de nuestro legado personal. Junto a esa receta que desaparece mueren recuerdos de personas, de generaciones, de lugares de los que venimos y que desaparecen con ella. Mueren, sobre todo, rituales. Cada plato tiene un sentido y un lugar, se consumía de una manera, con un grupo de personas determinado y tenía un significado profundo. No perdemos únicamente un plato.

Hablo hoy de tradición culinaria gallega porque es la mía, en la que me he criado, pero, cambiando las recetas y los rituales que las acompañan, las afirmaciones valen para cualquier otra cultura contemporánea. Y diría que también para las pasadas, aunque esas ya no sean asunto de nuestra competencia, al menos al mismo nivel.

Mi bisabuela preparaba, a sus más de 90 años, un plato que ella llamaba follado. En español suena extraño, aunque en gallego es bastante obvio: folla quiere decir hoja. Masa follada, literalmente masa de hojas, es lo que en castellano se conoce como hojaldre. Un follado, por lo tanto, es una elaboración en capas o con forma de hoja, de lámina. Aún así los chascarrillos cuando al día siguiente comentaba en clase, quizás con 10 o 12 años, que había cenado follado no se hacían esperar.

Era una receta que mi bisabuela había aprendido de su madre, quien imagino que, a su vez, la aprendería de la suya. Sin embargo, es una receta que, hasta donde yo sé, se saltó un eslabón de la cadena. Mi abuelo la recuerda, porque se la preparaba su madre, pero creo que ni él ni sus hermanas la sabrían preparar. Y en la generación siguiente creo que mi madre es la única de sus siete hermanos que aún lo cocina. Ahí lo aprendí yo, viéndoselo cenar a la bisabuela y viendo cómo mi madre, años más tarde, lo seguía preparando.

Durante décadas creí que era una rareza familiar, una de esas recetas que se preparan con lo que hay por casa y que nadie más conoce. Hasta que, por casualidad, alguien me comentó en la Costa da Morte que allí era algo que aún preparaba la gente mayor, aunque con un nombre distinto. Ellos la conocían como cempotes y podía prepararse como lo hacía mi abuela, aunque mientras para ella era un plato salado, en esta parte de Galicia solía comerse como un dulce.

Tirando de ese hilo descubrí que la receta existía, que no era un invento de mi bisabuela y que iba más allá de lo local. Sin embargo, en casi todos los casos es algo que está en riesgo de desaparecer, que ya solamente podemos conocer a través de las fuentes escritas. Me pregunto cuánta gente en Santiago de Compostela, mi ciudad, sabe que aquí se preparaba con frecuencia algo que se llamaba torta de filloa y que no era más que la versión local de ese follado del que hablo.

Me pregunto cuánta gente menor de 40 años sabe que en A Coruña se llamaba torta de roxóns, que es lo mismo que en el valle del río Ulla conocían como masola y en otros pueblos de la Costa da Morte tiene el nombre de Parromeira. Follazo, torta de fariña, tortilla de masa, merenda, parroeira, filloazo, bolo, mazapán, torta de freixós… Muchos de esos nombres aluden ya a algo que es solamente un recuerdo, a un plato que ya nadie prepara, que ya no es parte de la tradición de aquellos lugares en los que alguna vez fue un plato común y en los que tuvo un nombre diferente al que tenía en otras partes del mundo.

Para algunos, quizás, es un recuerdo de algo que les preparaba la abuela. Y para ellos será todavía la memoria de cuándo se lo preparaba, de dónde lo comía, quizás de una canción, de un cuento o de una leyenda que les contaban mientras lo iban cocinando. O la imagen de un tipo de cocina, de una forma de cocción o de unos instrumentos que hoy ya no se utilizan.

Para ellos es eso. Para sus hijos ya no será nada. Y entonces habrá muerto algo más que un plato. Morirá con él un nombre, una técnica, un ritual, la memoria de lugares, de personas y de momentos, tal vez una forma de socializar. No es un plato lo que desaparece.

Yo preparo el follado mezclando harinas de trigo y de maíz, añadiendo huevo, una pizca de sal y batiendo todo mientras voy incorporando leche a la elaboración para conseguir una crema con una textura similar a la de una natilla ¿Las cantidades? Las que pida. Depende del tamaño, del grosor que queramos, de cuántos seamos a cenar, de la fuerza del fuego. Así lo aprendí.

Mientras, en una sartén, voy dorando dados de tocino hasta que están crujientes y han soltado bastante grasa. Incorporo esto al amoado, que es como llamamos a la masa, mezclo y de nuevo a la sartén, para que se cocine a fuego lento. Si es muy gruesa, pongo una tapa. Si es más gruesa todavía, la termino al horno. Cuando está cuajada, le doy la vuelta como a una tortilla y dejo que se dore por el otro lado.

Hay quien añade cebolla, hay quien añade sangre de cerdo. Hay, incluso, quien añade néboda, una hierba silvestre que ya apenas se utiliza –una pérdida más- o pasas. Hay quien le pone chorizo y quien la elabora sólo con harina de maíz. Hay quien la sirve salada y quien, ya en el plato, le añade azúcar o miel y la entiende como una sobremesa.

Para muchos es una merienda informal, algo que se preparaba a los niños o para salir a una romería. Para mí es una cena de día de lluvia. Para mi hija, supongo, es esa bomba calórica que a veces le prepara su padre. En cualquier caso, no es un plato. No es solamente un plato. Porque la cocina no es solamente cocina, es la forma que tenemos de relacionarnos con los demás y con el resto del mundo a través de los alimentos. Eso es lo que se pierde cada vez que perdemos una receta.