#NoFunForKids

Artículo de Lakshmi Aguirre
No admitían niños. Sí permitían la entrada de perros. Se habla ahora de nueva normalidad como si en algún momento hubiera habido alguna.
Por Lakshmi Aguirre
04 de septiembre de 2020

El derecho a la pataleta lo perdí cuando di a luz. Precisamente por eso, cuando en verano de 2019 a mi pareja y a mí nos invitaron a abandonar un café de especialidad barcelonés porque habíamos puesto un pie dentro con nuestro hijo de un año en brazos, me conformé con reflexionar sobre ello en un reportaje para la revista Yorokobu. La bilis la archivé en mi departamento de inquinas.

En aquella pieza, además de dar datos sobre el auge en los últimos años de los establecimientos solo para adultos -en 2017 España ocupaba el tercer puesto en número de hoteles adults only-, charlaba con el filósofo José Carlos Ruiz sobre el futuro de los comedores: “La búsqueda de la quietud, la calma y el aislamiento terminará provocando que los restaurantes sean cubiculares”, avanzaba ya entonces Ruiz, “sin conexión con los demás”.

Leerlo ahora eriza ese pedacito de nuca que siempre cede al escalofrío.

En aquellos tiempos -qué lejos quedan- queríamos reproducir en los restaurantes que frecuentábamos las condiciones de nuestro hábitat doméstico, como en esas pequeñas casas de muñecas en las que cada habitáculo copia la posición de cada uno de nuestros muebles o representa sencillamente quiénes queremos ser o qué queremos tener, como si ser y tener fueran un binomio indivisible.

Reproducir nuestro comedor privado en el comedor de un restaurante, a excepción del trabajo, claro, que para algo pagamos: que nos cocinen, nos sirvan y nos frieguen los platos. Titiriteros que esperan que los hilos se muevan a su antojo; que entran, piden esa mesa, la música más baja, el aire más frío y el niño de la mesa contigua -qué mala suerte- calladito, que me desconcentra en esto de deleitar a mis sentidos. Qué osadía ser niño. Reír y llorar en público, sin miramientos, porque sí. Qué osadía tenerlos.

Negábamos al otro porque nos molestaba. Y llegó el lobo en su forma más etérea para materializar el deseo de tantos. E instalar mamparas y pintar líneas en el suelo y hacer de la mascarilla un accesorio más que nos separa hasta el punto de que ya no podemos ni leernos los labios. Aforos limitadísimos donde antes todo era verbena. La desconexión ya no es opcional, sino obligatoria.

Durante el confinamiento -cuyo equivalente sanitario es ‘aislamiento respiratorio’, no sé cuál de los dos términos da más miedo- me pregunté si los niños seguirían sobrando en los bares y restaurantes de este país cuando pudiéramos volver a ellos. Si seguiríamos viéndolos como una responsabilidad particular de sus progenitores y no como símbolo del compromiso de una sociedad con su futuro.

Mis últimas visitas han demostrado que, efectivamente, la pandemia no nos ha cambiado, que seguimos centrándonos en la búsqueda del placer sin interrupciones -infantiles o no-. Parece que no nos hemos echado de menos lo suficiente. Somos humanos rezagados en esto de la humanidad.

Puede que sea el momento de plantearse si el acto de comer tiene sentido en soledad más allá de saciar el hambre física, individual, que nace en las entrañas de cada uno. Tendríamos que preguntarnos qué nos aporta compartir no solo una mesa, sino el espacio gastronómico, público y experiencial. Qué podemos atesorar de un niño que aprende a desayunar con sus padres en una cafetería cualquiera.

Cabría cuestionarse también las consecuencias de una tendencia que hemos tenido la oportunidad de frenar y que nos deja cada vez más solos. Y más hambrientos.