El fracaso del rural

Artículo de Jorge Guitián
Hay temas que, a pesar de ser urgentes, no llegan a la primera línea mediática hasta que se convierten en tópicos de moda. Es entonces cuando se ponen sobre la mesa con insistencia, a veces, incluso, con cierto exceso, pero no podemos olvidar que ya estaban antes ahí y que seguirán estando cuando la tendencia pase.
Por Jorge Guitián
30 de septiembre de 2021

Acabo de llegar de regreso de un congreso que, entre otras temáticas, analizaba la cuestión de lo rural en relación con la cocina contemporánea. Vaya por delante mi felicitación. Que esta temática, que hace poco sencillamente parecía no existir en relación con la gastronomía, no sólo ocupe algunos minutos de escenario en foros y congresos sino que acabe por ser un eje temático transversal en muchos de ellos supone un gran avance. Es una excelente noticia y no tengo dudas de que tendrá repercusiones muy positivas en el futuro.

No tendremos un sector gastronómico sólido hasta que no asumamos que éste, en buena medida, está fuera de las cocinas; hasta que no nos convenzamos de que la ganadería, la pesca, la agricultura y la transformación de materias primas son los cimientos esenciales para que todo el resto del discurso funcione.

La buena noticia es que parecemos estar, aunque sea tímidamente, en ese camino. Aunque la moda acabe por pasar, como acaban por pasar todas las modas, algo quedará. Algo de conciencia, algo de convicción, algo de la certeza de que esos sectores tradicionalmente tan mal tratados son la única garantía posible de futuro para la gastronomía.

Y esto va íntimamente ligado a la cuestión del rural, de la despoblación y de tantas otras que ahora enfocamos con frecuencia desde un romanticismo que no les hace ningún favor. Aquello de que como en el campo en ninguna parte y la mitificación de la vida de las abuelas que sacaban adelante a familias de 20 miembros como modelo de vida. No, eso no es un modelo de vida, es un modelo de carestía, de aguantar con lo poco que se tiene porque no se tiene nada más en un contexto de subdesarrollo. Tiene un mérito inmenso y es una labor que hay que reconocer. Pero la necesidad no puede ser un modelo que subamos a los altares.

Hacerlo podría llevarnos por derroteros resbaladizos que no me apetecen nada. Ese pasado bucólico, ese discurso del buen trabajador frente a los que nunca han dado un palo al agua, esa idea del campo como un remanso de paz, de oficios dignos y nobles, de un trabajo de sol a sol que ennoblece. Esa mentira.

Mira la renta media de tu barrio, si es que vives en una ciudad, y mira luego la de ese lugar del campo tan bonito para ir el fin de semana. Y vete tú ahora a partirte la espalda para ganar eso, a ordeñar día sí y día también, a salir a recoger garbanzos al amanecer para ganar, al final del mes, ese dinero. Porque eso es el rural, no el hotel con sofá y mantita al lado de la chimenea mientras ves nevar ahí fuera.

Eso es el rural, continúo, en muchos casos y como consecuencia de políticas abiertamente equivocadas. Eso es el rural porque le hemos ido cerrando puertas, porque hemos trasladado la formación, buena parte del trabajo y de los servicios a otros lugares. Nos lo hemos llevado todo de allí y eso es lo que ha quedado.

Hemos cerrado escuelas, hemos trasladado institutos a capitales de comarca, hemos eliminado líneas de autobús y apeaderos de tren; hemos clausurado farmacias, centros de salud, oficinas bancarias y cajeros automáticos al tiempo que no mejorábamos accesos por carretera ni telecomunicaciones. Aún hay muchos pueblos en España a los que no es que no llegue internet, es que apenas hay cobertura telefónica y a los que el cartero viene una vez a la semana, si no nieva. Ahora ven tú y monta ahí una empresa, amigo urbanita con ínfulas de Henry David Thoreau.

Hemos mantenido los precios de la leche en origen, por ejemplo, en niveles de hace dos décadas. Pero los combustibles, los piensos, la electricidad y los gastos fijos se han disparado en ese mismo tiempo. Y tú quieres queso a 8€ el kilo en el supermercado de la esquina. Qué bonito es el campo. ¿Cuántos kilos de ese queso tendrías que vender para pagarte la suscripción a Netflix y el gimnasio? Ah, no, que Netflix no llega hasta allí. Y tampoco hay gimnasio.

Digo todo esto, sabiendo que es reduccionista -aunque no falso- a raíz de una frase escuchada recientemente: tenemos que corregir el fracaso del rural. Una fase que me agarra las entrañas y las retuerce. Porque es bienintencionada, no tengo ninguna duda, pero también es injusta.

El rural no ha fracasado. El rural sobrevive a pesar de las circunstancias, lo cual me parece un logro absoluto. Lo que ha fracasado, si acaso, es la política que desde las ciudades lo ha estado gestionando. Lo que ha fracasado es nuestra relación de urbanitas con ese entorno que es mucho mayor que nosotros y sin el que no existiríamos como sociedad ni como economía.

Ha fracasado ese espíritu de salvadores del buen salvaje que vuelven ahora sus ojos hacia el campo para decirle lo que tiene que hacer. Ha fracasado, añadiría, nuestra presunción de que la gastronomía es lo que ocurre en los grandes restaurantes, situados fundamentalmente en las ciudades y más allá del alcance de una inmensa mayoría de la población.

No, llevamos décadas equivocándonos. No sigamos cayendo en el mismo error fatuo. Más del 60% del territorio español es terreno agrícola. Hay más vacas-cerdos-ovejas que ciudadanos. Y el campo sigue generando millones de puestos de trabajo. Además de la materia prima esencial para que todo lo demás funcione y podamos desarrollar discursos sobre la importancia de las variedades autóctonas recuperadas y el huerto de 22 metros cuadrados del restaurante. No perdamos de vista la escala.

El rural lo que necesita es tener voz y tener apoyo. Está muy bien que haya cocineros que hablan en sus ponencias de cómo hay un productor nosedónde que le proporciona nosequé vegetal estupendo, pero mejor aún estaría que de vez en cuando fuera ese productor el que estuviera bajo los focos, hablando de su trabajo, de por qué lo hace, de los problemas que le supone y de cómo sin esa labor los cocineros no podrían llevar a cabo una labor digna.

El rural no necesita que sigamos viéndolo en términos de tipicidad y pintoresquismo. No necesita que lo salvemos. Le bastaría, creo, con que no le cortásemos las alas. Y para esto sería suficiente con que se invirtiera en él lo que se tiene que invertir, que hay mucha España ahí, fuera de la M-40. Sería suficiente con eso y con que estuviésemos dispuestos a pagar precios dignos por sus productos.

Aunque también estaría bien que dejásemos de ver el rural como ese lugar donde sólo hay vacas y tomates y nos planteásemos un futuro con empresas tecnológicas con base en pequeños pueblos, abogados y arquitectos con despacho en aldeas a las que se llega por una carretera digna, comercios que pudieran ser rentables en ese entorno y se convirtiesen en un modelo de vida aceptable para gente que desee vivir allí.

Mientras sigamos exigiendo leche a 60 céntimos el litro en el supermercado, pan a 0,35€ la baguette, mientras queramos quesos a 9€ el kilo, embutidos a 7,90 y filetes baratitos no habrá remedio para el rural. Ni para nosotros, aunque esa es otra historia y queda para otro día.

La sostenibilidad y la relación con el rural son temas de actualidad. Está bien. Aprovechemos la ocasión para crecer, para mejorar, para romper con ese sambenito cazurro de la relación no igualitaria entre campo y ciudad. Abandonemos de una vez romantizaciones que no son más que una ficción cursi, los aires de superioridad y asumamos que el sector gastronómico, como el conjunto de la sociedad, necesita un rural fuerte, competitivo y moderno. Y que para eso tenemos que poner todos de nuestra parte.

Ya puestos a pedir, dejemos de achacarle un supuesto fracaso que no es más que fruto de nuestra cabezonería histórica. Si a pesar de todo, del maltrato, del olvido, del tufillo clasista y de un mercado empeñado en destrozarlo poco a poco el rural sigue vivo y aportando cosas sólo nos queda imaginar qué podría pasar si abandonamos los discursos salvadores y empezamos a tratarnos todos de igual a igual.

Y si, mientras, le dedicamos congresos, charlas y guías, estupendo, que daño no hace. Pero la solución no es esa. Mejor será que lo tengamos claro.