Champagne, puro y sabrage

Artículo de Rosa Molinero Trias
Una imagen recorre Instagram: hombres con un puro en la boca que descorchan una botella de champán mediante el método del sabrage. Analizamos la escena para descubrir qué símbolos encierra.
Por Rosa Molinero Trias
26 de mayo de 2022

No he leído aún que Instagram produzca imágenes arquetípicas, pero me imagino que debe ser por falta de lectura. Sin ponernos muy jungianos –él diferenciaría entre representaciones colectivas e imágenes arquetípicas formadas a partir de los arquetipos en sí–, me refiero a esas imágenes que representan algo y todo sabemos lo que son como, por ejemplo, la imagen de un dios o de un héroe, que reconocemos con facilidad a pesar de que no los conozcamos. Y de entre todas esas imágenes que nos ofrece Instagram, que a veces terminan memeficándose, me llama la atención esta: la de los hombres que mascan un puro mientras abren una botella de champagne con un sable.

En realidad, las más veces usan un cuchillo jamonero o uno largo y con sierra para cortar pan, pero da igual. El método de apertura para que utilizan lo uno o lo otro, reservado para espumosos, se conoce como sabrage. Es una vacilada bastante grande que se dio, cómo no, en época de Napoleón. Se sabe que el champagne era la bebida de su preferencia, tanto en lo bueno como en lo malo, y que su caballería, los húsares, también en lo bueno como en lo malo, empuñaban sables. Y con el sable metían, literalmente, un sablazo a la botella de champagne para abrirla, deslizando la hoja por su cuello hasta dar con el gollete, ese labio gordo a modo de reborde que hay en las botellas de espumosos. La presión allí contenida es de 6 a 8 bares –la de las ruedas de un coche, de 2,5 bares– y al salir por la boca estrecha, es como si se ejerciera una fuerza con 16 kg. Ante el golpetazo, el cuello de la botella se quiebra y el chorro de champagne sale disparado.

La vistosa costumbre, aunque del todo innecesaria para abrir una botella de espumoso –leo que se puede hacer lo mismo con una cuchara y hasta con un móvil–, ha permanecido hasta nuestros días y yo he entendido el por qué viendo a estos hombres. Estos hombres suelen ser hombres impolutamente trajeados o un poco trasnochados y desaliñados y tostados por dentro y también por fuera, como una gamba de Palamós. Pueden vestir zapatos de confección perfecta o ir descalzos en Ibiza, pero siempre les veo en la muñeca un reloj que dice: "nena, tengo el poder". ¿Y no es el sabrage otra demostración de poder? Antes he dicho que no me iba a poner jungiana y he mentido –lo siento, no os quería asustar–, pero lo poco que hay dentro de mi cabeza sobre esas teorías me han llevado, sin querer, a pensar en el poder y en su representación más habitual, en términos de masculinidad heterosexual y normativa, es decir, en lo fálico.

El símbolo del falo es un objeto alargado, cilíndrico, básicamente, como un falo. Y en estas fotos, encontramos no uno, sino cuatro falos. Los contamos: 1) el puro que sostienen en la boca; 2) el cuchillo o la espada para sabrage –sí, ahora hay una especial para la hazaña–; 3) la botella de champagne; 4) el falo del portador que tiene manos y boca ocupadas. Yo creo que una ración de falo multiplicada por cuatro en una sola imagen –y espero que estemos de acuerdo– es mucho falo. Demasiado falo. Casi que no apetece mirar mucho esas fotos y vídeos pero, claro, tienen el magnetismo hipnótico del poder. Precisamente, de eso va la cosa: "Soy un hombre, tengo falo y pasta y me compro relojes, puros y botellas caras, ¡tengo poder!, míralo bien, porque ahora… Ahora me voy a correr".

Toda la hombría y la masculinidad –o, supongo, lo que crean que eso es– explotan violentamente con gran estruendo y gran chorro, con una eyaculación extraordinaria y burbujeante, mucho mayor de lo que en realidad es la suya, porque aquí han venido a aparentar. A lucir todo su poder, a derramar un champagne caro –inevitablemente y necesariamente, puesto que podrían quedar pequeños cristales en los primeros sorbos– y a enseñarlo al mundo vía Instagram. Me parece que no han cambiado tanto las cosas desde que enviudó Barbe-Nicole Ponsardin (1777–1866), más conocida como Veuve Clicquot, quedándose, a los 27 años, con la pequeña empresa de champagne de su marido –amiga, lo tuyo sí que fue un buen negocio–. Ella convirtió aquello en un imperio pero, a lo que yo iba, es que se dice que aquellos húsares habían recalado alguna vez en sus viñedos y la joven Madame Clicquot iba a verlos cada mañana y les llevaba su champagne para desayunar, –y esto es algo que haría a Amélie Nothomb la persona más feliz del universo–. Ellos, para impresionarla, procedían a hacer lo que venimos contando, y no sabemos si a la viuda aquello le hizo alguna gracia alguna vez o pensó "vaya fantochada, a la próxima les traigo orines".