El olor de un cuadro: Jan Brueghel el Viejo y Rubens en el Museo del Prado

Artículo de Yanet Acosta
Descubrir los aromas trazados en un cuadro de Jan Brueghel el Viejo y Rubens en el Museo del Prado para llegar hasta los aromas que te hacen sentir en el jardín de una casa en la que humea una infusión de manzanilla de huerto que siempre existirá en ese no-lugar de la memoria olfativa.
Por Yanet Acosta
17 de mayo de 2022

Dice mi hermano C. que cuando mi abuela Josefina estaba en casa lo sabía por el olor que salía de la cocina. Según él, hasta las papas fritas olían distintas cuando las hacía ella.

Hoy volví a su huerto oliendo un cuadro. Se trata de El Olfato, obra de Jan Brueghel el Viejo y Rubens, a través de la instalación que se podrá visitar hasta el 3 de julio de 2022 en el Museo del Prado de Madrid.

Mi memoria buscaba la analogía de aquel espacio lleno de flores, árboles frutales y hierbas aromáticas con lo que desprendía una máquina dispensadora de aromas para recrear la abundancia floral de la pintura.

Los nardos aromatizaron los pies de Jesús y presiden el cuadro a través de un relieve en el que se capta el pasaje bíblico. Una rareza de la época, que sigue siendo hoy en día un lujo para los perfumistas, pero que en el huerto de mi infancia brotaban recordando el perfume del ramo de novia de mi madre. Seductor en la tierra, agobiante en el jarrón.

El dispensador expele el aroma de la higuera —el mismo que se puede llevar a la boca gracias a un helado del Obrador Grate— a través del trabajo del perfumista Gregorio Sola, comisario de esta propuesta junto a Alejandro Vergara. Moléculas volátiles lechosas en las que me quedaría como en una gota de infancia.

El jazmín emborracha, pero en ramillete con la rosa y el clavel se dulcifica como los ojos ascendentes de la Venus que están a punto de caer de un puñetazo de civeta. Este animal tiene una bolsa entre las patas traseras de las que se extraía en el siglo XVII una resina llamada algalia —obtenida hoy en día sintéticamente— que es sudor y testosterona.

Me alivia el ámbar con el que se disimulaba el curtido del cuero de los guantes en épocas petrificadas y lo sorbo imaginando una copa de vino blanco envejecido en barrica.

El ambiente se refresca con la flor de naranjo de la que se extrae el neroli y llega el artificio del lirio y la rosa. Los visitantes que me rodean lo celebran (80 personas a la hora meten sus narices en el dispensador de la instalación, según me comenta el vigilante de la sala), quizás porque nunca tuvieron la oportunidad de oler aquellas rosas amarillas heredadas de la bisabuela.

Y del narciso pasé a la manzanilla y no porque estuviera explícita, sino porque fue adonde me llevó el capricho del recuerdo. No sé si porque algunas de sus moléculas coinciden o por el simple placer de sobrevolar desde ese no-lugar de mi memoria las volutas de aquella infusión humeante de sus flores secas al sol.

(Jan Brueghel el Viejo aprendió el arte de la pintura de su abuela materna la miniaturista Maria Bessemers).